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Sobreviven las mentiras de Hiroshima como apoyo a los crímenes de guerra del siglo XX



por John Pilger



Cuando fui por primera vez a Hiroshima en 1967, su sombra todavía estaba ahí. Era la impresión casi perfecta de una persona descansando: inclinada, con las piernas separadas, y una mano en la cintura mientras, sentada, esperaba a que abriera el banco. A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, ella y su silueta fueron grabadas a fuego en el granito. Estuve contemplando la sombra durante una hora o más, luego caminé hacia el río y me encontré con un hombre llamado Yukio, en cuyo pecho quedó grabado el dibujo de la camisa que vestía cuando fue arrojada la bomba atómica.

Él y su familia vivían todavía en una casucha que fue levantada por el polvo de un desierto atómico. Describió el resplandor sobre la ciudad que siguió a la bomba como “una luz azulada, algo parecido a un cortocircuito”, después del cuál se produjo un tornado y empezó a caer una lluvia negra. “Me arrojó al suelo y me di cuenta de que de mis flores solamente quedaban los tallos. Todo se quedó quieto y en silencio, y cuando me levanté, había gente desnuda, sin decir nada. Algunos de ellos no tenían ni piel ni pelo. Estaba seguro de haber muerto.” Nueve años después, cuando volví a buscarle, había muerto de leucemia.

En los días inmediatamente posteriores a la bomba, las autoridades de ocupación de los aliados prohibieron toda mención al envenamiento radioactivo, e insistieron en que la gente había muerto o resultado herida únicamente como consecuencia de la onda expansiva. Ésa fue la primera gran mentira. “No hay radioactividad entre las ruinas de Hiroshimas”, decía la portada del New York Times, un clásico de la desinformación y la abdicación periodística, que el reportero australiano Wilfred Burchett puso en su lugar con su primicia del siglo. “Escribo esto como advertencia al mundo”, escribió Burchett en el Daily Express, después de haber llegado a Hiroshima tras un peligroso viaje, siendo el primer corresponsal en atreverse a ello. Describió las salas de los hospitales llenas de gente sin ninguna herida visible, pero muriendo de lo que denominó “una plaga atómica”. Por decir la verdad se le retiró su acreditación y fue puesto en la picota pública y difamado -pero también vindicado.

El bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki fue un acto criminal a una escala épica. Fue un asesinato en masa premeditado desatado por un arma de criminalidad intrínseca. Por esta razón sus apologistas han tratado de buscar refugio en la mitología de que ésta fue la última “guerra buena”, cuya “sumersión ética” (ethical bath), como lo ha llamado Richard Drayton, ha permitido a occidente no sólo expiar su sangriento pasado imperial sino promover 60 años de guerras de rapiña, siempre bajo la sombra de la Bomba.

La mentira más perdurable es aquella que asegura que la bomba fue lanzada para finalizar la guerra en el Pacífico y salvar vidas. “Incluso sin el bombardeo atómico”, concluyó el United States Strategic Bombing Survey [la comisión para el seguimiento de Bombardeos Estratégicos de los Estados Unidos] de 1946, “la superioridad aérea sobre Japón podría haber ejercido la suficiente presión como para llevar a una rendición incondicional y hacer innecesaria la invasión. Basándose en una detallada investigación de los hechos, y apoyados en el testimonio de los líderes japoneses supervivientes, es la opinión de esta Comisión que... Japón se habría rendido incluso si las bombas atómicas no hubieran sido arrojadas, incluso si Rusia no hubiera entrado en guerra e incluso si no se hubiera planeado o contemplado la invasión.”

El Archivo Nacional de Washington guarda documentos estadounidenses que testimonian los acercamientos japoneses hacia la paz en fecha tan temprana como 1943. Se les hizo caso omiso. Un cable enviado el 5 de mayo de 1945 por el embajador alemán en Tokio e interceptado por los norteamericanos disipa cualquier duda de cómo los japoneses estaban desesperados por reclamar el fin de las hostilidades, incluyendo “la capitulación, incluso si los términos fueran duros.” En cambio, el secretario de guerra estadounidense, Henry Stimson, dijo al presidente Truman que “temía” que las fueras aéreas norteamericanas hubieran “bombardeado tanto” Japón, que el nuevo arma no pudiera “mostrar toda su fuerza”. Más tarde admitió que “no se hizo ningún esfuerzo, y ninguno de los que se hicieron fue seriamente considerado, para conseguir la rendición, y no se hizo para no tener que no emplear la bomba”. Sus colegas en el departamento de exteriores estaban impacientes “por intimidar a los rusos con la bomba, haciéndola explotar más que paseándose con ella bajo el brazo”. El general Leslie Groves, director del Proyecto Manhattan que construyó la bomba, declaró que “nunca hubo por mi parte ninguna ilusión que me apartara de la idea de que Rusia era nuestro enemigo, y que el proyecto estaba siendo desarrollado sobre ese punto de partida.” El día después de que Hiroshima fuera arrasada, el presidente Truman expresó su satisfacción por el “éxito abrumador” del “experimento”.

Desde 1945, se cree que los Estados Unidos han estado a punto de emplear sus armas nucleares en al menos tres ocasiones. En su falaz “guerra contra el terror”, los actuales gobiernos de Washinton y Londres han declarado que están preparados para llevar a cabo ataques nucleares “preventivos” contra estados no-nucleares. Con todos los indicadores apuntando hacia la medianoche de un Apocalipsis nuclear, las mentiras con las que se justifica resultan todavía más escandalosas. Irán es la actual “amenaza”. Pero Irán no tiene armas nucleares y la desinformación de que planea crear un arsenal nuclear proviene de la MEK, un desacreditado grupo opositor iraní esponsorizado por la CIA. Exactamente lo mismo que las mentiras sobre las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein que se originaron en el Congreso Nacional Iraquí y que fabricó Washington.

El papel de la prensa occidental a la hora de poner en pie a este espantajo ha sido fundamental. Que la Inteligencia Militar estadounidense afirme que, “casi con toda seguridad”, Irán abandonó su programa de armas nucleares en el 2003, ha sido relegado al cuarto trastero de la memoria. Que el presidente iraní Mahmoud Ahmadineyad nunca amenazó con “borrar a Israel del mapa”, es algo sin interés. Pero éste ha sido el mantra de los “hechos” proporcionado por los medios de comunicación a los que, en su reciente actuación lacayuna ante el parlamento israelí, Gordon Brown aludió para amenazar, una vez más, a Irán.

Esta progresión de mentiras nos ha llevado a una de las crisis nucleares más peligrosas desde 1945, porque la amenaza real sigue siendo algo casi innombrable en los círculos del establishment occidental y, por consiguiente, en los medios de comunicación. Solamente existe una potencia nuclear cuyo arsenal prolifera en todo Oriente Medio, y ésa es Israel. Mordechai Vanunu intentó heroicamente avisar al mundo de ello en 1986, cuando sacó clandestinamente del país pruebas de que Israel estaba construyendo al menos unas 200 cabezas nucleares. Desafiando las resoluciones de la ONU, Israel está hoy claramente impaciente por atacar Irán, temerosa de que una nueva administración norteamericana pudiera -sólo pudiera- conducir a genuinas negociaciones con una nación que occidente ha estado perjudicando desde que Gran Bretaña y Estados Unidos acabasen con la democracia iraní en 1953.

En el New York Times del 18 de julio, el historiador israelí Benny Morris, considerado en su día un liberal y hoy asesor del establishment político y militar de su país, amenazó con “un Irán convertido en un páramo nuclear.” Esto sería un asesinato en masa. Tratándose de un judío, la ironía es sangrante.

La cuestión que sobreviene es: ¿somos el resto de nosotros meros espectadores, asegurando, como hicieron los buenos alemanes, “que no sabemos nada”? ¿Nos escondemos por más tiempo detrás de lo que Richard Falk ha llamado “una pantalla legal y moral farisaica [de] imágenes positivas de valores occidentales e inocencia y nos hacemos los amenazados, dando validez a una campaña de violencia ilimitada”? La caza de los criminales de guerra vuelve a estar de moda. Radovan Karadzic se sienta en el banquillo de los acusados, pero Sharon y Olmer, Bush y Blair no. ¿Por qué no? La memoria de Hiroshima exige una respuesta.

Fuente: The Guardian, 6 de agosto de 2008
Traducción Ángel Ferrero - Tlaxcala



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Las demás no somos mujeres


por Yonaida Selam


A colación del desafortunado discurso de la ministra de Igualdad, Bibiana Aido, sobre la imposición que recae sobre las mujeres de confesión musulmana en torno a la vestimenta, especialmente lo referido al hiyab, y aunque no debería causar sorpresa alguna la estereotipización con la que en términos generales se retratan en los medios de comunicación al Islam en general y a los musulmanes, en particular, me causo especial indignación el titular con el que el periódico La Vanguardia titulaba una noticia sobre el rechazo y los apoyos de diferentes organizaciones a las manifestaciones vertidas por la ministra, que rezaba de la siguiente manera "Las mujeres apoyan a Aido ante las criticas de las entidades islámicas", un titular sin duda perverso donde las presidentas de organizaciones como la Federación de Mujeres Progresistas o de la asociación de mujeres Themis merecen recibir el calificativo de mujeres, mientras que la presidenta del Consejo islámico de Valencia, Amparo Sánchez o en mi caso como presidenta de la Asociación Intercultura, al parecer no somos mujeres, sino seres abstractos que dirigen entidades de carácter islámico, incapaces de tener ideas propias y al parecer conciencia en torno a las desigualdades, algunas endémicas, que padecen millones de mujeres en todo el mundo.

Algo así como la definición acertada que la escritora y socióloga marroquí Fátima Mernissi ha dado sobre la descripción que en términos generales, el feminismo occidental tiene de la mujer musulmana: como un ser infrahumano, sumiso y medio tonto, que es feliz en la degradación organizada por el patriarcado y la miseria institucionalizada, una descripción que concuerda sin duda con las manifestaciones de la ministra, de la presidenta de la Federación Nacional de Mujeres Progresistas, del titular de La Vanguardia y de la inmensa mayoría del PP (Véase el Contrato de Inmigración, el intento de restricción del uso del velo o las declaraciones vertidas por la Portavoz del PP en el Congreso Soraya Sáez de Santamaría en la Cadena Ser).

Sinceramente, nunca entendí la creación de un Ministerio de la Igualdad, máxime cuando nuestras leyes consagran la igualdad entre hombres y mujeres, y sobre todo porque, habiendo voluntad política y ganas de apostar por la igualdad real entre ambos sexos, sobran macroestructuras, vacías de contenido, con poca dotación presupuestaria y sobre todo con una ministra cuyo noción de feminismo es un poco particular y yo diría que hasta provinciana, cuyo ejemplo más provocador si cabe, han sido sus últimas declaraciones en las que afirmaba sin más que el Islam consagra la desigualdad porque las mujeres se cubren la cabeza con un hiyab y el cuerpo con vestidos largos, mientras que el hombre “árabe” (cabría recordarle que en el mundo existen 1500 millones de musulmanes de los cuales tan sólo un 20% son árabes) puede vestir de forma occidental, y aseverando de manera generalizada que las musulmanas somos seres inferiores, sumisas, incapaces de tomar conciencia o de tener ideas propias.

El pañuelo forma parte de la identidad de muchas mujeres musulmanas. Lo que desde occidente se ve como una barrera entre dos mundos y una forma de represión o de sumisión de la mujer al hombre, para la inmensa mayoría de las mujeres musulmanas el hiyab supone una reafirmación de su origen, su fe y sus ideas, por lo que no deja de llamar la atención que el feminismo clásico, cuando alude a la discriminación de la mujer musulmana, se simplifique y se reduzca a un pañuelo, y muchísimos estados, como el francés, incluso para acabar con esa supuesta discriminación, prohibe su uso en las escuelas, privando a miles de adolescentes del derecho a la educación y expulsando a cientos de ellas de las escuelas, promulgando una Ley contra su uso, que llegó conocerse como la Ley del Miedo. Asma Lamrabet (ensayista marroquí) lo describe acertadamente: “Es evidente que sobre un fondo de estigmatización del Islam, de racismo y de un gran malestar social frente a las poblaciones de inmigrantes, cada vez más presentes en Occidente, la cuestión del velo se ha convertido en ‘cabeza de turco’ ideal de los medios mediático-políticos”.

Y para ejemplos, el de la ciudadana alemana de origen turco, que tuvo que recurrir a los tribunales para reivindicar su derecho al trabajo, porque el Ministerio de Educación Alemán, en dicha ciudad, la quería obligar a firmar un documento en el que se comprometía a no usar pañuelo mientras impartía clases, el de las dos alumnas del Severo Ochoa de Ceuta, a las que los directores de dicha escuela, les habían prohibido la entrada por usar el hiyab o el de Shaima Saidani, otra alumna a la que le restringieron el acceso a una escuela en Cataluña, hasta que intervino la Generalitat y zanjó el asunto. Sin duda alguna, muestras, como diría Edward Said, de cómo las maliciosas generalizaciones en torno al Islam se han convertido en la última forma aceptable de denigración de una cultura foránea en Occidente: lo que se dice acerca de la mentalidad musulmana, o sobre su carácter, su religión o su cultura, en conjunto no podría ser planteado en la actualidad en ningún debate sobre los africanos o los judíos.

Entre tanto, es confortante ver como la vicepresidenta del gobierno Maria Teresa Fernández de la Vega, desautoriza a un miembro de su gabinete y nos deja claro que el hiyab no es un problema en este país, aunque algunos con su famoso “contrato de integración” (PP) lo quisieron convertir en un problema.

Fuente: Melilla Hoy, 5 de julio de 2008



Véase sobre el mismo tema:

Lindsey German
La crítica al velo no tiene nada que ver con la liberación de las mujeres

Ismahane Chouder, Malika Latrèche y Pierre Tevanian
Las chicas con hiyab hablan

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La prensa española obvia el informe de la manipulación de Bush sobre Irak



Este jueves el Senado de Estados Unidos difundía un informe sobre el alcance de la manipulación previa a la invasión de Irak. El Comité de Inteligencia de la Cámara demostró que la administración Bush justificó una guerra, frente a sus ciudadanos y al mundo, exagerando informaciones, obviando otras que contradecían sus puntos de vista y echando mano de datos de inteligencia nada fiables.

Una noticia de pimera plana para cualquier medio. O no. Pocas portadas de prensa escrita se han hecho eco del informe. En España, sólo Público ha llevado a las imprentas este mazazo al gobierno estadounidense. El resto de cabeceras nacionales, han obviado la información, no sólo en sus primeras, sino también en sus páginas interiores. Sólo las versiones digitales de algunos de ellos recogieron el tema a lo largo de la tarde del jueves.

Conclusión inapelable

El informe, emitido por una comisión formada por demócratas y republicanos, compara los principales discursos del presidente y de los miembros de su Gobierno con la información de los servicios de inteligencia que tenían entonces en sus manos.

La conclusión es inapelable: “Antes de involucrar al país en la guerra, este país debía dar a los norteamericanos una imagen precisa al 100%”, explicó Rockfeller. “Lamentablemente, nuestro Comité concluyó que el Gobierno dijo varias cosas que no tenían ningún apoyo de inteligencia”, añadió. En otras palabras, Bush y los suyos mintieron, aunque el informe y los políticos se cuiden de utilizar esa palabra que constituye una grave acusación en Estados Unidos.

Fuente: Público

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La cultura del engaño


por Boaventura de Sousa Santos


El ex secretario de prensa del presidente Bush, Scott McClellan, acaba de publicar un libro titulado Lo que pasó: dentro de la Casa Blanca de Bush y la cultura del engaño en Washington. El furor político y mediático que ha causado es el resultado de dos revelaciones: cuando ordenó la invasión de Irak, la Administración Bush sabía que Irak no tenía armas de destrucción masiva (ADM) y orquestó una poderosa «campaña de propaganda» para llevar a la opinión pública norteamericana y mundial a aceptar una «guerra innecesaria»; los grandes medios de comunicación fueron «cómplices activos» de esa campaña, no sólo porque no cuestionaron las fuentes gubernamentales, sino porque encendieron el fervor patriótico y censuraron las posiciones escépticas contrarias a la guerra.

Estas revelaciones y las reacciones que han causado tienen implicaciones que las transcienden. Antes que nada, es sorprendente todo este escándalo, pues las revelaciones no traen nada nuevo. Las informaciones en que se basan eran conocidas en el momento de la invasión a partir de fuentes independientes. En ellas me basé para justificar en esta columna mi total oposición a la guerra que, además de «innecesaria», era injusta e ilegal. Esto significa que las voces independientes fueron estigmatizadas como ideológicas y antipatrióticas, tal y como hoy criticar a Israel equivale a ser considerado antisemita. En 2001, en Egipto, y antes de que la máquina de propaganda comenzara a devorar la verdad, el mismo Secretario de Estado, Colin Powell, dijo que no había ninguna información sólida de que Irak tuviese ADM.

Esto me lleva a la segunda implicación de estas revelaciones: el futuro del periodismo. La máquina de propaganda del Departamento de Defensa se basó en tres tácticas: imponer la presencia de generales en reserva en todos los noticiarios televisivos con el objetivo de demostrar la existencia de las ADM; tener todos los medios de comunicación bajo observación y telefonear a sus directores o propietarios a la mínima señal de escepticismo u oposición a la guerra; invitar a periodistas de confianza de todo el mundo (también de Portugal) para ser convencidos de la existencia de las ADM y regresar a sus países poseídos por la misma convicción belicista. Vimos eso trágica y grotescamente en nuestro país. La verdad es que en Washington y en todo el país circulaban en los medios de comunicación independientes informaciones que contradecían el brainwashing [lavado de cerebro], muchas de ellas provenientes de generales y antiguos altos funcionarios de la Casa Blanca. ¿Por qué no se les ocurrió a esos periodistas amigos hacer una verificación cruzada de las fuentes como les exigía el código deontológico?

Para el bien del periodismo, algunos de ellos procuraron resistir la presión y sufrieron las consecuencias. Jessica Yellin, hoy en la CNN, y en aquel momento en el canal ABC, confesó públicamente que los directores y dueños del canal la presionaron para escribir historias a favor de la guerra y censuraron todas las que eran más críticas. Un productor fue despedido por proponer un programa con la mitad de posiciones a favor de la guerra y la mitad en contra. Quien resistió fue considerado antipatriótico y amigo de terroristas. Esto mismo ocurrió en nuestro país. ¿Cuántos periodistas no fueron sujetos a la misma intimidación? ¿Cuántos artículos de opinión contrarios a la guerra fueron rechazados? ¿Y los que escribieron propaganda e intimidaron a subordinados alguna vez se retractaron, pidieron disculpas, fueron cesados? Ellos colaboraron para que un millón de iraquíes resultaran muertos, decenas de miles de soldados norteamericanos heridos y muertos y para que un país fuera totalmente destruido. Todo esto ha tenido un precio, no el de la democracia —es ridículo concebir como democrático este estado colonial y más fracturado que Somalia— pero sí el del control de las reservas de petróleo del Golfo y la promoción de los intereses del petróleo, de la industria militar y de reconstrucción en la que los dueños de los medios de comunicación tienen fuertes inversiones.

Para disimular el problema moral de los cómplices de la guerra y la destrucción, un comentador de derechas de nuestro país se valió recientemente de la más desconcertante y desesperada justificación de la guerra: si no había ADM, por lo menos había la convicción de que existían. Ahora el libro de McClellan le acaba de retirar este argumento. ¿De cuál se servirá ahora? Lo trágico es que la «máquina» de propaganda continúa montada y ahora está dirigida a Irán. Su funcionamiento será más difícil y lo será aún más si los periodistas tienen mejores condiciones para cumplir su código deontológico.

Traducción de Antoni Jesús Aguiló y Àlex Tarradellas
Fuente: Rebelión, 6 de junio de 2008



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El Islam en los medios, a debate


Debate sobre cómo lo reflejan los medios europeos

Diana Font - Valencia

¿Existe la islamofobia en Europa? ¿Quién ha contribuido a generar este sentimiento? ¿Qué imagen transmiten los medios de comunicación sobre la cultura musulmana?

A todas estas preguntas trataron de dar respuesta ayer en la Facultad de Filología profesionales de los medios de comunicación y expertos en Teología, Derecho y Lingüística de varias universidades en el congreso El Islam en los medios de comunicación.

Las jornadas, organizadas por el Centro Cultural Islámico de Valencia en colaboración con la Unió de Periodistes Valencians, tiene como objetivo la redacción de un manual que sirva a los periodistas como una guía ética y de estilo a la hora de tratar aspectos relacionados con el mundo islámico.

Y es que es necesario crear unas directrices a la hora de usar los conceptos. "Casi siempre se usa el término Islamista" para referirse a un terrorismo muy concreto, el de Al Quaed, cuando 'terrorismo alqaedista' sería el término correcto", apuntó la doctora en estudios árabes e islámicos y directora de la Casa Árabe, Gema Martín. "En ningún caso diríamos 'terrorismo vasco', para referirnos a las acciones de ETA', matizó.

La confusión y el desconocimiento de los conceptos, unida a la deshumanización de los medios "genera una tendencia a dividir el mundo musulmán en bueno, el que asume la superioridad europea, y malo, que aparece vinculado al integrismo y al fundamentalismo", incidió Martín.

Esto alimenta un sentimiento xenófobo hacia el colectivo islámico que se da en toda Europa. Una de las maneras de combatir este sentimiento, según el profesor de la Universidad Autónoma, Mohamed El-Madkouri, es "reinterpretar el concepto de nación, que se puede formar por varias razas y religiones para desarrollar un proyecto social común".

La mujer con velo es la que sale en la tele

Los medios explotan la figura de la mujer velada "siempre con connotaciones negativas", apuntó la periodista Lola Bañón. Además, la mujer musulmana aparece como que no decide nunca llevar el velo, que se lo imponen. "De vez en cuando aparecen en los medios mujeres orgullosas de su hiyab y entonces son tachadas de fanáticas", apuntó el profesor de la Universidad de Sevilla, Nasreddín Peyró.

Fuente: Diario ADN, Valencia, 9 de mayo de 2008

Los musulmanes: los malos de la película


Cuando el cine alimenta el odio

por Mónica G. Prieto


Desde Beirut, 5 de mayo de 2008.- Hace una semana pasó por Beirut Jack G. Shahin, profesor emérito de comunicación de masas por la Universidad de Illinois (EEUU) y uno de los más atentos críticos a la producción cultural que alude o menciona a Oriente Próximo. Shahin, estadounidense de origen libanés, es considerado uno de los activistas más comprometidos con la eliminación del racismo hacia los árabes, sobre todo aquél que proviene del cine calando silenciosamente en generaciones de espectadores.

La noticia de su visita me ha permitido conocer un libro y un documental cuya existencia ignoraba y cuyas conclusiones vienen a confirmar los peores temores: la industria cinematográfica norteamericana estereotipa a toda una comunidad sirviendo, consciente o inconscientemente, a los intereses de unos gobernantes que han demonizado al colectivo para justificar los excesos de su particular 'guerra contra el terror'.

La cinta en cuestión, presentada en 2006 y laureada en 2007, lleva el mismo título que el libro escrito en 2001 por Shahin: 'Reel Bad Arabs: How Hollywood Vilifies a People' y supone un devastador repaso al cine estadounidense de un siglo (desde 1896 hasta 2000) en el que los árabes son caracterizados como bandidos beduinos, clérigos siniestros y terroristas sanguinarios cuando no como criados y danzarinas del vientre.

Para escribir su libro, en el que se basó el documental, Shahin se pasó 20 años viendo mil cintas, desde dibujos animados hasta cine de acción o películas clásicas. Sus conclusiones fueron demoledoras: en 12 de ellas se mostraba una imagen positiva de los árabes, 52 de ellas eran imparciales y en 936 se daba una imagen negativa de esta comunidad, caracterizada con estereotipos racistas.

Hace años, sin embargo, los árabes no eran el 'malo' recurrente del cine norteamericano. Hubo un tiempo en que los soviéticos –más conocidos como "los rusos" aunque el concepto englobase a cualquier ciudadano del Este- eran el enemigo por antonomasia de los héroes americanos, antes de que la caída del comunismo les dejara huérfanos de villanos. Con la desaparición de la URSS, los africanos y latinos –la proximidad de las guerras centroamericanas hizo mucho daño- tomaron el relevo pero, como razona el propio Shahin, por poco tiempo dada la sensibilidad hacia hispanos y afroamericanos que existe en una sociedad compuesta, en parte, por estas comunidades.

De ahí que "desde hace 30 años", observa Shahin, se recurriese a los árabes como bellaco recurrente. A este profesor emérito no le sorprendió demasiado, porque como explicaba la semana pasada al diario libanés 'Daily Star', "como todos los americanos, yo estuve expuesto a la mitología". Shahin se vacunó contra el mito tratando personalmente con los árabes. "Ver cómo un avión de fabricación estadounidense bombardea un campo de refugiados palestino ayuda a desarrollar un punto de vista diferente".

Desde que comprobó el tono calumnioso con el que el cine trata a la comunidad árabe, Shahin se dedica a dar conferencias en todo el mundo para poner de relieve el daño que hacen los estereotipos en el subconsciente colectivo. También actúa como consultor de algunos directores que no desean caer en el tópico –asesoró a la caracterización de personajes de 'Tres Reyes' y 'Syriana'- y prosigue con sus libros, el quinto y último titulado 'Culpable: El Veredicto de Hollywood sobre los Árabes tras el 11-S', en que analiza las películas realizadas tras los atentados contra las Torres Gemelas.

Quizás sería interesante hacer un estudio sobre cómo ocurre exactamente lo contrario con la cultura judía, asimilada como parte indisoluble de la cultura occidental gracias a Hollywood. Muchas de las cintas norteamericanas que pueden verse en cine y televisión muestran ceremonias tradicionales judías (presentadas como si todos los espectadores tuvieran que estar familiarizados con ellas), aluden a las fiestas del calendario judío como si fueran universales e incluyen la kippa (el tradicional tocado judío) con una frecuencia pasmosa, mientras resulta inimaginable que ninguno de los protagonistas emplee –no ya con la misma asiduidad, sino en una sola ocasión durante toda la cinta- el típico pañuelo árabe. Así resulta difícil que la sociedad estadounidense cuestione la política israelí en Oriente Próximo.

Fuente: Crónicas desde Oriente Próximo - El Mundo, 5 de mayo de 2008

Trailer de la película




Jon Sistiaga en el Disneyland iraquí

Sobre el reportaje de televisión de un periodista empotrado en el ejército estadounidense


Angeles Díez Rodríguez



El lunes 10 de diciembre se emitió en el Canal Cuatro el reportaje elaborado por el periodista Jon Sistiaga sobre la situación en Iraq. Se trataba de un documental anunciado a bombo y platillo y al más puro estilo hollywoodiense. Toda la maquinaria PRISA anunció el evento de la noche: entrevista en El País, apertura de un foro en Internet para que Jon contestara a los internautas después de ver el reportaje, varios periódicos web repican entrevistas a Sistiaga, por supuesto la página web del Canal Cuatro, entrevistas en la Ser, el periódico gratuito ADN le hace una entrevista que se publica on line, Caja Madrid.com le dedica su crónica social, la Fundación Telefónica a través de su red educativa virtual (Educared) y en Campusred (periodico digital de la universidad) se ocupa de Sistiaga y también otros grupos mediáticos se hacen eco, como El Mundo que anuncia el reportaje. Ese mismo día El País dedica dos páginas completas de la sección de Internacional a un reportaje escrito de Jon Lee Anderson, también reportero de guerra, al “conflicto de Iraq” con el encabezamiento “En las entrañas de la guerra”, la primera parte del reportaje fue publicada el domingo.

Todo este despliegue puede parecernos habitual, normal, una estrategia típica de las empresas mediáticas para ofertar sus productos estrella, ya sean noticias, reality shows o películas. Pero no por estar normalizadas las estrategias de marketing hemos de renunciar a preguntarnos por los objetivos perseguidos y por sus efectos. Porque, efectivamente, los intereses económicos hacen de los productos periodísticos unas mercancías sujetas a las lógicas del mercado, pero cuando los poderes económicos y los poderes políticos coinciden es necesario indagar más allá de las razones del mercado. El profesor Serge Halimi recoge el chiste periodístico según el cual la diferencia entre un médico y un periodista es que el primero envenena a uno por vez, mientras el segundo envenena a millones al mismo tiempo; y nos dice, no se trata de un chiste sino de una realidad estructural, inherente al mundo de los medios. Es por esta verdad estructural -que convierte a los medios de comunicación en algo más que corporaciones dedicadas al beneficio y les asigna el papel de maquinarias de guerra-, decimos que por esta razón es necesario ocuparse con algo más de detenimiento del reportaje de Sistiaga.

Con sólo analizar el anuncio publicitario de El País podríamos hacerles algunas sencillas preguntas: ¿Por qué ahora este reportaje sobre Iraq? ¿A qué se debe que a un periodista se le permita pasar diez días con el ejército estadounidense? ¿Cómo es posible que un periodista que estuvo a punto de ser asesinado, como su compañero José Couso, por el ejército estadounidense se preste a convivir con ese mismo ejército?

El anuncio, que ocupa toda una plana, está dividido en dos. La primera parte muestra a dos soldados parapetados detrás de sus armas mirando por los visores como a punto de disparar, la foto está tomada desde un lateral y dos haces de luz blanca vertical nos indican que se trata de una instantánea en la que el fotógrafo se ha visto obligado a tomar un contraluz; es además un contrapicado (desde abajo), lo que señala que el fotógrafo estaba agachado al lado de los tiradores. Inmediatez y riesgo son las connotaciones de la foto. La cabecera del la foto es el título del reportaje: “Sargento: ¿a qué estamos disparando?” El texto es el anclaje de la foto, nos dice que se trata de un ejército (sargento), y la situación es de peligro (disparos) pero la pregunta está dirigida no al sargento, sino al lector, incitándole a querer saber más, a tratar de contestar, es decir, a ver el reportaje. La pregunta en sí misma es significativa, los soldados le preguntan al sargento “a qué” le disparan, no a “quién”, cuando es más que evidente que los soldados disparan a seres humanos no a cosas. Pero de esta forma, el título del reportaje neutraliza el imaginario y el efecto de la foto: soldados armados disparando.

A la parte segunda del anuncio llegamos conducidos por uno de los haces de luz blanca que va directamente hacia la cabeza de Jon Sistiaga que aparece vestido con una blusa azul celeste, sonriente, con los brazos cruzados, mirando al espectador y con un reluciente reloj negro. Las connotaciones de esta foto son de tranquilidad a pesar del fondo rojo ya que la expresión del periodista es relajada, afable; no va vestido como un reportero de guerra sino como un modelo que podría estar posando para un anuncio de relojes o de ropa del Corte Inglés. Al lado del periodista el texto va dando las claves de lo que se espera del lector, que vea el reportaje, es decir, que se convierta en audiencia, que su implicación, su acción sea la de mero espectador: “Practica cuatro”, dice el texto. En letras grandes la cita: “Hoy a las 22h00”, después la indicación del espacio donde se emitirá: “Especial Noticias Cuatro”; el espacio nos señala el carácter de lo que verá el espectador: “noticias”, actualidad, pero además “especial”, es decir, algo único, singular. Es la mejor forma de hacer vendible un producto: actual y único. Después se repite el título del reportaje, por si algún lector ha perdido la pista de lo que debe buscar, y finalmente el párrafo con la sipnosis de lo que verá: “Jon Sistiaga ha convivido durante diez días, en primera línea de fuego, con una unidad del ejército estadounidense en Iraq”. Ya tenemos con la sinopsis el cartel completo, las claves del producto: el héroe se llama Jon Sistiaga, el español intrépido y arriesgado que está en primera linea de fuego, el peligro se llama Iraq. No aparecen ni la palabra guerra ni ocupación, sólo se sugiere el conflicto con las palabras ejército y primera línea de fuego. De esta forma se evita dar nombre al conflicto, y sobre todo hablar de la ocupación. Se habla de "convivencia" en vez de "periodista empotrado" que es la terminología apropiada para un periodista que se incorpora a una unidad del ejército, que es protegido por este ejército y que ve, filma y cuenta lo que el ejército en el que se empotra consiente. Utilizar este término hubiera sido contraproducente para determinada audiencia “progre” y hubiera descalificado a Sistiaga que de ser un periodista independiente en los primeros días de la guerra habría pasado a ser un periodista en las filas del invasor. Además, se consigue descontextualizar el reportaje, evitar que se confunda con los reportajes que hicieron en su día los famosos periodistas empotrados en el ejército invasor.

Sin ver el reportaje ya tenemos un abanico amplio de preguntas y respuestas sobre la composición química del producto que recibirán nuestras mentes, por lo menos en el aspecto de ser una mercancía con bajos costos de producción y con una rentabilidad garantizada a través de una postproducción amplia y eficaz.

Una de nuestras preguntas iniciales era por qué ahora tantos reportajes sobre Irak y por qué este en concreto en los medios “progres” o de influencia PRISA. A menos de tres meses de las elecciones parlamentarias en nuestro país alguien podría pensar que sería una buena idea hablar de Iraq, ya que algo tuvo que ver en la decisión de votar contra el PP de mucha gente de izquierdas. También podría ser una sugerencia de los propios estadounidenses que se sienten tan maltratados por el sentimiento antinorteamericano de la población del reino de España. O podría ser una sugerencia del propio Canal Cuatro, o del grupo PRISA, bien vista por la embajada estadounidense. Puede que haya sido una idea del propio Sistiaga, en busca de notoriedad, reconocimiento personal, o simple cuestión de honorarios; pero de lo que no caben dudas es de la coincidencia de los intereses de Sistiaga con los intereses Canal Cuatro (grupo PRISA), los del gobierno español y, desde luego, los de Estados Unidos, con tan mala prensa entre la población española.

Por otro lado, para incidir en las mentes bienpensantes que se opusieron a la guerra de Iraq y que albergan ese sentimiento antiestadounidense tan resistente ¿quién mejor que Jon, que estuvo a punto de ser asesinado por el ejército estadounidense que mató a su compañero José Couso el 8 de abril del 2003? ¿Quién mejor que un tipo de prestigio entre sectores de izquierda que publica libros en homenaje a su compañero José Couso? Ciertamente, a Jon había que buscarle una coartada, o la buscó él, para que pudiera contar lo que tenía que contar sobre el ejército estadounidense sin que cayera su credibilidad, por eso el propio Sistiaga ha insistido hasta la saciedad en todas las entrevistas que le han hecho en que “era la única forma de que un periodista pueda entrar hoy en una zona convertida en un avispero: empotrado al ejército estadounidense que está en primera línea del conflicto”; poco importa si la gente sabe o no que a día de hoy hay muchos otros periodistas que están cubriendo lo que ocurre en Irak sin estar empotrados, pero eso es otra historia. Lo importante es que Jon era la persona ideal para su canal de televisión y para los intereses estadounidenses que aceptaron, integraron, guiaron a Jon y supervisaron su trabajo. De hecho, en una de las entrevistas que le han relizado afirma que iniciará el año en Estados Unidos, en Kentucky, para hacer un reportaje sobre la cultura de las armas en la sociedad estadounidense.

Si un periodista “convive” con un ejército no es probable que vaya a ser crítico con sus anfitriones, por el contrario, tratará de mostrarles como seres humanos, capaces y considerados, no en vano su propia vida depende de ellos. En cualquier caso el punto de vista, el lugar desde el que se toma la foto, es clave para entender qué nos están contando y por qué.

Cuando vimos el documental la mayoría de nuestras suposiciones se convirtieron en certezas. El principal componente químico del reportaje: la humanización del ejército estadounidense. Vimos desfilar a jóvenes normales, interesados por la música, los videojuegos, amantes de sus familias, etc. eso sí, algo confusos pero porque la situación es muy confusa, según Sistiaga: está el terrorismo de Al Qaeda, las resistencias patrióticas o nacionalistas, las milicias tribales (suníes, chiis...), las peleas entre las milicias….; en fin, los soldados están "confusos" pero el propio periodista parece que no tiene entre sus objetivos investigar ni aclarar nada a sus espectadores; es más, lo mejor es que se sientan como los propios soldados: confusos. O que acepten, como deberían hacer los iraquies, que hay un enemigo común: “el terrorismo de Al Qaeda” que es quien pone bombas en mercados y al lado de las casas de la gente corriente.

Claro, tragar esa patata caliente de los soldados “haciendo labores humanitarias” es difícil para la audiencia con cierto sentido crítico y, no olvidemos, bastante anti-americana, así que de vez en cuando el periodista se pone delante de la cámara para contarnos que en realidad los iraquies que aparecen están asustados, que los soldados han disparado al señor que daba de comer a los pájaros en la azotea no por error sino porque le disparan a todo lo que se mueve en los tejados, nos dice que él le cuenta a un soldado que en Iraq antes no había tanta violencia y que había menos muertos, y que el soldado se sorprende. En fin, Jon trata de convencernos timidamente, con sus apostillas, de que él está allí como empotrado porque es la única forma de hablar de Iraq en estos momentos pero que en realidad el está en contra de la ocupación. Así, mientras todas las imágenes que vemos son las de un ejército en tareas humanitarias, haciendo explosionar coches bomba que los vecinos detectan, buenos chicos, un poco ignorantes pero buenos, el periodista pone una sombra de duda en lo que vemos para hacernoslo más verosimil.

Siguiendo los patrones de los clásicos de Disney, apenas nos mostrará escenas cruentas, sólo lejanas explosiones, soldaditos que caen en la distancia; de la población civil veremos una herida en el brazo de un iraki que ha sido confundido y tiroteado pero al que los propios soldados atienden y curan. Las casas que se fuerzan son las que están vacías, la gente se ha ido –probablemente "cristianos asustados", dice un soldado recogiendo fotos del suelo-, los niños les saludan, los vecinos se prestan a colaborar en lo que piden. Por supuesto, no hay sangre, no hay entrevistas a los iraquies, no hay desesperación, no hay imágenes de víctimas civiles visibles, no hay vida cotidiana angustiosa, no hay terror, no hay torturas. Si uno se fija sólo en las imágenes de este reportaje parece que por no haber no hay ni siquiera ocupación, a lo sumo, un problema de "terrorismo" que los soldados estadounidenses están ayudando a solucionar. Curiosamente casi no existen ni los mercenarios, son imágenes fugaces, en el reportaje de Jon, las únicas empresas que están en Iraq son las franquicias que tratan de hacerles la vida más agradable a los soldados, por ejemplo las hamburgueserías donde tratajan empleados de Indonesia, Paquistán …

El otro componente químico del reportaje es, como no, el terrorismo. Es el problema real de Iraq, lo que lleva a muchos iraquíes a aliarse con los estadounidenses, lo que lleva al espectador a solidarizarse con el ejército. Jon nos muestra el dolor de los soldados en el funeral de uno de sus compañeros, los civiles heridos por los estadounidenses son, ya es un clásico, "errores". Jon nos dice que hay muertos civiles, claro, pero no nos los puede enseñar, él está allí para hablarnos de los soldaditos estadounidenses. Los soldaditos no saben lo que hacen, solo cumplen su deber, como hacen los buenos chicos que obedecen a sus padres; pero incluso los sargentos cumplen su deber, el que tienen con su patria, y cuidan a sus soldados, les acompañan en las patrullas, les dan ánimos. Las pequeñas contradicciones de esos buenos chicos que son cristianos al tiempo que salen a matar son resueltas por el capellán de la unidad: "salen a hacer su trabajo". Los mandos tratan de definir quienes son los malos para que sus chicos no se confundan tan a menudo pero claro con una definición tan vaga “al-Qaeda” en la que entra cualquier resistencia a la ocupación pues es difícil. Así que, como en las malas películas de Hollywood, a los malos ni se los ve, son los de al-Qaeda, o son la resistencia, o a los que se mata sin más con una etiqueta a posteriori, son, por definición, los otros. Lo que tiene que quedar claro -así lo dice uno de los sargentos-, es que "los buenos somos nosotros". Y con toda naturalidad las víctimas acaban siendo los soldados estadounidenses, a los únicos que vemos en sus ataúdes, a los únicos que vemos ser abatidos.

El “especial noticias Cuatro” está dirigido como es habitual en las empresas de este grupo, a una audiencia especial que se autodefine de izquierdas, o no conservadora. Para ella se elaboran productos adecuados, light, dietéticos, con poca grasa, pocas vísceras y muy individualizados. El héroe no podía ser el ejército estadounidense porque quedaría fatal y poco digerible en el contexto español así que el héroe es el periodista que hace sus apariciones estelares delante de la cámara vestido de ninya y como hablándonos en secreto para convencernos de que está corriendo peligro su vida. Pero en el fondo, todo el discurso implícito y explícito del reportaje encaja en la posición ideológica del grupo PRISA que en plena guerra se expresaba en un editorial de El País (02/03/2003)con el siguiente titular “Descontrol militar” y nos decía que “más de medio centenar de ciudadanos iraquíes desarmados han muerto en las últimas 48 horas en un control de carretera norteamericano y en dos bombardeos”. Para el editorial se trató de “esos errores siniestros” que podían hacer peligrar la imagen de los soldados norteamericanos haciendo que parecieran invasores cuando en realidad eran “soldados enviados a liberar al pueblo iraquí de la dictadura de Sadam”; y continuaba el titular diciendo que “Aunque se trate de hechos ocurridos en el marco de una situación de guerra, es necesario que una investigación establezca las responsabilidades, precisamente porque Estados Unidos no es una dictadura como la de Sadam”. También en el reportaje de Sistiaga los soldados son seres confusos que cometen "errores" pero las intenciones son las mejores, las mismas que permiten a los periodistas empotrados producir las coartadas para los invasores: la libertad y la democracia.

La última pregunta que nos hacíamos ¿Por qué se presta un periodista que vió asesinar a su compañero José Couso por un disparo del ejército nortemericano? Aquí hay que tomar al pie de la letra la respuesta de Jon a Eldiariomontanes.es: “Soy un profesional de la información y quería reactualizar un conflicto latente”. Los profesionales qué hacen: su trabajo, como los soldados. Aparentemente no hay ideología por medio, no hay posicionamiento con unos o con otros, aparentemente. Pero todos sabemos que la realidad es la contraria, nadie trabaja sin ideología, nadie vive sin ella, y no es lo mismo trabajar curando a un enfermo que disparando o torturando, y quien se dedica a informar es responsable de lo que cuenta y de los efectos de lo que cuenta. Jon nos dice que no ha tenido censura en su reportaje, lo cual nos hace pensar que comparte plenamente la ideología de quienes le han pagado, de quienes le han autorizado y de quienes han considerado que la mercancía producida por Jon era de alto valor económico e ideológico como para pagar por ella un alto precio, y para darle la difusión correspondiente. Entre estas empresas e instituciones benefactoras incluyo al ejército estadounidense y al gobierno español que, mientras financian y alientan estos productos mediáticos obstaculizan todo lo posible la actuación de la justicia en el esclarecimiento del caso Couso. Al mismo tiempo, actualizar un conflicto latente, es también un objetivo compartido entre Jon y sus pagadores, porque puestos a actualizar, hay que hacerlo en la dirección adecuada; que la gente recuerde que el PSOE nos sacó de Iraq, pero que los estadounidenses no son tan malos en el fondo y que tampoco son tan reaccionarios y, sobre todo, que nadie se ponga a hacer historia, que a nadie le de por hablar de la ocupación que continúa, de Abu Graib, de los más de medio millón de civiles iraquíes asesinados, de la negativa del ejército estadounidense a colaborar con la justicia española, de Guantánamo, de los soldados españoles en Afganistán, etc. En definitiva, el producto que emitió Canal Cuatro el día 10 está en perfecta sintonía con los lemas del grupo PRISA: Informar, educar y entretener; es decir: dominar y vender, que viene a ser como el evangelio del capital.

Fuente: Rebelión, diciembre de 2007


Noticias de la Fox: Iraq 2003 = Irán 2007




Fox News quiere otra guerra: En 2003, la propaganda de Fox News fue increíblemente exitosa: Saddam Hussein apareció de pronto como la persona más peligrosa del planeta - cuando en realidad no contaba con más que un ejército pequeño, mal equipado y quebrado en 2003. Sin embargo, Fox News obtuvo lo que quería: Una guerra masiva en contra de Iraq.

Ahora, en los ojos de Fox News, es Irán el que es de pronto muy peligroso. Los mismos trucos de manipulación están siendo usados de nuevo por Fox News, como se muestra en este video. Pero curiosamente, jamás en su historia ha amenazado Irán a otro país con la guerra - y así fue atacado por Iraq en 1980 (cuando Iraq era apoyado por EE.UU.). Sin embargo tales hechos son muy inconvenientes y son ignorados.



Fuente: Quomodo, 2 de noviembre de 2007

Guerra, democracia y manipulación de la opinión pública



por Ramzy Baroud



Fue Edward Bernays quien perfeccionó el arte de las relaciones públicas en el siglo XX. Basándose en las teorías psicoanalíticas de su tío Sigmund Freud, desarrolló una completa maestría en manipulación de la opinión pública, y sugirió que tal manipulación era esencial para la misma democracia. Bernays estaba convencido de que el pueblo era sencillamente "estúpido" y que necesitaba que le dijeran cómo comportarse, qué creer, qué comer, qué ponerse, y cómo votar. El eco de sus tesis llega hasta nuestros días.

Algunos historiadores consideran que fueron los esfuerzos de Bernays en las décadas de 1920 y 1930 los que transformaron al ciudadano moderno en consumidor moderno. No sólo fue él quien convenció a los norteamericanos de que un "desayuno simpático" debía incluir huevos y beicon, en lugar de las tradicionales tostadas con café, sino que también logró convencer a las mujeres de esa época de que los cigarrillos eran un símbolo del poder masculino, y de que, para poder desafiar ese sentimiento de superioridad masculino, ellas debían fumar. Tras una campaña publicitaria, la venta de cigarrillos (que Bernays llamaba "antorchas de libertad") se disparó, duplicándose el mercado de las empresas tabaqueras que eran, entre otras, clientes de Bernays.

La utilización política de estas tácticas era sólo cuestión de tiempo. Varios presidentes y candidatos presidenciales utilizaron las teorías y los servicios de Bernays, incluso aunque algunos de ellos intentaran frenar la influencia creciente de las grandes empresas en la democracia norteamericana.

Freud defiende en su libro El malestar en la cultura que los deseos subconscientes de una persona podrían ser completamente violentos y sádicos si no se controlaran; Bernays sugirió que la solución era reconducir esos deseos en formas que generaran inmensos beneficios.

No pasó mucho tiempo hasta que las tácticas de Bernays fueron aplicadas en la política exterior estadounidense. Guatemala es un ejemplo de libro: cuando el país estaba a punto de un cambio popular de gran calado en los años cincuenta, cuando el presidente democráticamente elegido Jacobo Arbenz llevaba a cabo una reforma agraria igualitaria que iba contra los intereses de la US United Fruit Company, los manipuladores mediáticos en los Estados Unidos se pusieron inmediatamente a la tarea de convencer a los norteamericanos de que Arbenz representaba "una amenaza para la democracia americana". Un golpe de estado organizado por la CIA depuso al presidente electo e instaló en el poder a su agente Castillo Armas, que fue elogiado por el vicepresidente Richard Nixon, en una visita que éste hizo a Guatemala, como "libertador".

Los sucesivos gobiernos estadounidenses han tomado siempre buena nota de los estudios de Bernays, y su mayor éxito ha sido conseguir explotar los factores subconscientes que provocan miedo y paranoia entre las masas. Se han llevado a cabo guerras, se han derribado gobiernos, se han lanzado bombas a poblaciones indefensas, todo en nombre de la democracia. Lo que Bernays llamó descaradamente "el manejo de la opinión" sigue siendo el factor determinante que subvierte la verdadera democracia en los Estados Unidos, y que lleva a las consecuencias más trágicas a los países que caen bajo la esfera de poder de los Estados Unidos.

A pesar de algunos serios intentos de contrarrestar la unión antidemocrática entre el estado y las grandes compañías en los años sesenta y setenta, son estas últimas las que han prevalecido: mediante el uso de la represión directa a veces, pero también mediante la explotación oculta de los propios movimientos populares descontentos para promocionar sus ideas y productos. Esta táctica se ha observado siempre e invariablemente cada vez que ha habido un desacuerdo entre el estado y una gran compañía por un lado y el pueblo por otro.

Un ejemplo reciente ha sido la manera en la que el presidente George W. Bush ha intentado constantemente manipular en su beneficio al movimiento antiguerra que se opuso a su guerra e invasión de Iraq en 2003. Su lógica -también usada por el anterior primer ministro británico Tony Blair- era simple, pero muy eficaz: La guerra en Iraq estaba dirigida a conseguir la misma clase de democracia que permitía a millones de americanos poder discrepar pacíficamente de su gobierno, sin enfrentarse a la persecución que sufrían bajo Saddam.

Aunque resulta risible la idea de que los iraquíes disfruten ahora de los beneficios de una democracia, es difícil negar que la lógica de Bush caló entre muchos, incluso entre aquellos que se oponían a la guerra. Tal tipo de dialéctica sirvió para desplazar el debate en muchos círculos de la ilegitimidad de la guerra y sus verdaderas intenciones hacia argumentos de tinte altruista como que éste era "un mundo mejor sin Saddam". Este tipo de manipulación no es nueva, ni exclusiva del caso de Iraq.

Desde la Segunda Guerra Mundial el gobierno de los Estados Unidos y las corporaciones norteamericanas han agitado la bandera de la democracia cada vez que deseaban guerra y beneficios. Y a la vez la CIA ha intentado derribar muchos gobiernos populares democráticos de todo el mundo, reemplazando a presidentes electos por títeres elegidos a dedo. Las elecciones palestinas de enero de 2006 fueron las más supervisadas de todas las elecciones celebradas nunca en la región, y fueron consideradas impecablemente democráticas. Pero el hecho de que Hamas -que combatía la ocupación militar israelí y se oponía con fuerza a la política estadounidense en la región- ganara esas elecciones sirvió como justificación para que todo un pueblo fuera privado de medios de supervivencia, confinado y violentamente oprimido.

La influencia directa de Edward Bernays hace tiempo que ha desaparecido, pero sus ideas continúan definiendo las relaciones entre las grandes empresas, el estado norteamericano y el ciudadano consumidor, e incluso las relaciones entre la unión estado-grandes empresas y el resto del mundo. Estas relaciones cuidadosamente manejadas han minado la democracia y desatado sádicas guerras y violencia incontrolable, tal como advertía Freud, pero su sobrino Bernays supo cómo explotar todo esto sin reparo.

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Ramzy Baroud es un periodista palestino-americano y editor de Palestine Chronicle. Sus trabajos se publican en numerosos diarios y revistas de todo el mundo. Su último libro es The Second Palestinian Intifada: A Chronicle of a People's Struggle [La segunda intifada palestina: Crónica de la lucha de un pueblo] (Pluto Press, Londres).


Fuente: World View News Service, 19 de octubre de 2007
Traducción Observatorio de la Islamofobia

Informando sobre el Islam



por Soumaya Ghannoushi



Una calurosa tarde de domingo de hace algunos años fui con mi grupo de scouts a una manifestación contra la guerra de Iraq, que se celebraba poco después de nuestra reunión semanal. Vestidos con nuestros uniformes de scouts nos unimos a cientos de manifestantes que llevaban banderas y pancartas, tocaban silbatos y coreaban eslóganes antiguerra al ritmo de tambores. Mientras disfrutaba del ambiente, que tenía un aire de carnaval, observé a un fotografo que daba vueltas entre los congregados con una gran cámara en las manos. Iba pasando junto a los grupos de manifestantes hasta que se detuvo de repente cerca de nosotros y preparó su aparato. Su objetivo no éramos los scouts de uniforme con nuestras artesanales pancartas de colores, sino dos figuras cercanas, envueltas en telas negras de pies a cabeza, que dejaban ver sólo sus ojos, y que llevaban en las frentes unas cintas donde se leía “yihad ahora”. De todos los cientos de personas presentes en el lugar, fueron las dos figuras de aire siniestro las únicas que atrajeron el objetivo del fotógrafo. Y este pequeño incidente no es ni único ni aislado. En realidad, resume la manera con que grandes sectores de los medios de comunicación, en este país y en otros, se acercan a los temas relacionados con los musulmanes. El vasto mundo musulmán, que se extiende sobre doce millones de millas cuadradas, con su población de mil quinientos millones de personas, se reduce a turbas aullantes, esposas golpeadas, hijas encerradas, y clérigos echando espuma por la boca mientras amenazan a Occidente con la muerte y la destrucción. Las imágenes son generalmente tan inquietantes, terroríficas y nauseabundas que si yo no conociera suficiente sobre el tema y su complejidad –lo que me permite cuestionar los mensajes que se nos transmiten–, seguramente hubiera renegado hace tiempo del Islam y de los musulmanes, y no hubiera querido tener nada que ver con ellos.

Algunos pueden argumentar que los medios de comunicación no crean estas imágenes que hielan la sangre y revuelven el estómago, sino que simplemente informan de lo que ya existe. Las cosas, sin embargo, no son tan claras. Porque la cámara no es ni neutral ni inocente, ni objetiva ni imparcial. Esta sujeta a un conjunto de elecciones y cálculos predeterminados que deciden qué vemos y qué no vemos, de qué nos enteramos y de qué no, y cómo vemos y nos enteramos de las cosas. Los medios de comunicación no son un espejo que refleja lo que hay afuera. Su trabajo no es una simple y pasiva transmisión, sino una creación activa, configurando y transmitiendo a través de un elaborado proceso de selección, filtraje, interpretación y edición. Las gigantescas corporaciones de la información y sus dueños, debemos recordarlo, no son organizaciones solidarias dirigidas precisamente por su amor a la humanidad.

Entre los 57 países del vasto conjunto cultural y geográfico conocido como mundo musulmán, unos son ricos y otros pobres, unos monárquicos y otros republicanos, unos “conservadores” y otros “progresistas”, unos más estables y otros menos, unos en los que las mujeres llegan a presidentas y otros que les niegan su derecho al voto, unos en los que dirigen universidades e instituciones académicas, otros en donde no pueden ir ni siquiera a la escuela primaria, unos que oprimen en nombre de la religión, otros que lo hacen en nombre del laicismo, unos que prohiben el pañuelo islámico, otros que pretenden imponerlo...

Pero todo este mosaico tan llamativamente variado está ausente de la información sobre el tema que dan los grandes medios de comunicación. Lo único que nos muestran es una masa de carencias generales, caos, estancamiento, violencia y fanatismo. El mundo musulmán es convertido en un objeto callado que no habla, sino sobre el que se habla, un fondo anónimo sobre el que se destaca el periodista enviado desde las metrópolis. Él o ella es el agente de la comprensión, el que descifra los misteriosos códigos de esta extraña entidad y descubre para nosotros sus secretos, el que sabe darle su significado y su sentido.

Pero quizás no se encuentre mayor voluntad de superficialidad y reduccionismo que en los reportajes sobre conflictos en Oriente Medio. Los espectadores asisten por unos minutos a descripciones de restos de destrucción, alborotos, humo, coches ardiendo, cuerpos calcinados, miembros amputados y sangre. Al no hacer ningún intento por explicar las causas subyacentes a las crisis en cuestión, los reportajes sólo acrecientan la confusión. Y es tal la confusión existente que a menudo se le da la vuelta a los roles, y a la víctima se la toma por opresor.

Todo esto ha sido confirmado por un buen número de estudios, como el que dirigieron Greg Philo y Mike Berry, de la Universidad de Glasgow, que analizaron horas y horas de reportajes de la BBC y de ITV sobre la intifada palestina de 2002, examinaron 200 noticieros y entrevistaron a unas 800 personas sobre su percepción del conflicto. Los investigadores encontraron un alarmante nivel de ignorancia y confusión entre los telespectadores: sólo un 9 % de ellos sabía que los “territorios ocupados” de los que se hablaba en televisión estaban ocupados por Israel, mientras que la mayoría creía que los palestinos eran los ocupantes.

Esto no nos debe sorprender dada la forma tan poco imparcial de dar las noticias, y la tendencia a oscurecer las razones centrales de este conflicto: Nunca se nos cuenta que 418 poblaciones palestinas fueron completamente destruidas en 1948, que sus habitantes fueron deportados por cientos de miles, que Israel se ha establecido por la fuerza en el 78 % de Palestina, que desde 1967 ha ocupado ilegalmente y ha impuesto varias formas de dominio militar sobre el restante 22 %, o que la mayoría de los palestinos –más de 8 millones– viven en la actualidad como refugiados.

Los reportajes sobre la guerra de Iraq no funcionan mejor. El telespectador recibe la impresión de que los males del país tienen su causa en la sed de sangre y de auto-mutilación de ese pueblo, con cada secta y grupo étnico buscando la destrucción de los otros. Los americanos surgen como los mediadores benignos cuyo papel consiste en imponer orden y evitar que los diferentes grupos se exterminen los unos a los otros.

Las causas de toda esta situación se esconden cada vez más bajo la alfombra: los 150.000 soldados desplegados en la invasión de un país a cientos de millas de distancia, la destrucción de la infraestructura de este país, la demolición sistemática de su memoria colectiva nacional, el expolio de su herencia cultural, la erección de un sistema político basado en el sectarismo étnico, la disolución de su ejército en nombre de la “des-baathización” y el armamento de cada facción contra la otra, primero los peshmerga kurdos, después las milicias shiíes con el argumento de “oponerse al triángulo sunní”, y ahora las tribus sunníes de al-Anbar bajo el pretexto de “combatir a Al-Qaida”. Los americanos hablan hoy de dividir Iraq en tres estados bajo la bandera del federalismo.

Lo que los reportajes de los medios de comunicación no nos cuentan es que los iraquíes están sufriendo hoy no por ser árabes, musulmanes, de piel oscura, o seguidores de una cultura “intrínsecamente violenta”, sino porque se han convertido en las víctimas de un juego de poder inmisericorde, que los ve como apenas algo mejor que insectos, como criaturas sin valor que se pueden pisotear sin tomarse la molestia de contar los muertos.

Imagínese si un determinado gobernante decidiera invadir las Islas Británicas con el pretexto de cambiar su añejo sistema realista, al estar encabezado por un monarca que considera que es un resto del feudalismo medieval incompatible con los “valores republicanos modernos” de ese gobernante. Imagínese si desplazara sus ejércitos y barcos de guerra para ocupar este país, si estableciera una “zona verde” en Westminster e impusiera una orden política que nos dividiera entre ingleses, escoceses, galeses e irlandeses; protestantes, católicos, judíos y otras minorías religiosas. ¿Estarían las cosas en Gran Bretaña mejor que en Iraq?

El problema es que nuestros irresponsables medios de comunicación no están deformando nuestra imagen de una religión lejana, de pueblos distantes o de remotos conflictos y crisis. En un mundo donde se solapan las fronteras políticas, culturales e identitarias, lo que hacen es jugar temerariamente con el tejido de nuestras propias sociedades, y erigir entre nosotros altos muros de ignorancia, miedo y odio.


Fuente: The Guardian, 12 de octubre de 2007
Traducción Observatorio de la Islamofobia

Cómo la estructura ritual de los noticieros de televisión conforma nuestras mentes



por Pierre Mellet



Si bien el telespectador actual pone cada vez más atención al tratamiento de ciertas noticias en particular en los noticieros de televisión, lo cierto es que raramente se cuestiona la estructura misma de este tipo de programas. Sin embargo la forma es aquí el fondo: concebido como un rito, el desarrollo del noticiero televisivo es en sí toda una pedagogía, una forma completa de propaganda que nos enseña la sumisión al mundo que nos es mostrado y que se nos hace aprender, pero cuya comprensión y razonamiento tratan de impedirnos.



El noticiero de televisión es el corazón de la información contemporánea. Este espacio, que hoy constituye la principal fuente de información de una gran parte de los franceses, comenzó siendo, en la Francia de 1949, un simple subproducto conformado con imágenes que la casa Gaumont y las Actualités Françaises no habían querido proyectar en las salas cinematográficas. Fue, al principio, un simple desfile de imágenes acompañadas de un comentario sonoro. El «presentador» no se sentó ante el telespectador hasta 1954, cuando el noticiero televisivo fijó su horario a las 20 horas. A partir de entonces, la puesta en escena del noticiero de televisión no ha hecho sino crecer, mientras que la información ha quedado marginada –si alguna vez estuvo realmente presente al comienzo– para convertir este teatro no ya en un noticiero sino en un espectáculo ritualizado, en una ceremonia litúrgica. La función del noticiero de las 8 no es informar, en el sentido de hacer un intento de comprensión de mundo, sino divertir a los telespectadores, al tiempo que les recuerda aquello que deben saber.

El siguiente análisis se basa en los dos principales noticieros televisivos que se transmiten en Francia a las 8 de la tarde, el del canal TF1 y el de France 2; pero puede, en muchos aspectos, tener similitudes con los noticieros de televisión de otros países, principalmente en «Occidente».


El contexto


Con su horario de las 8, el noticiero de televisión se ha convertido, como lo fue la misa en su época, en la cita de toda la sociedad (cada uno en su casa). Se trata, paradójicamente, de un espacio esencial de socialización. Cada cual descubre cada noche el mundo en el que vive, y puede a partir de ese momento hablar de ese mundo a quienes le rodean, discutir sobre los temas del momento con seguridad en cuanto a la importancia de éstos, por el hecho mismo de que han sido mostrados en «el telediario». Todo está montado como un ritual religioso: el horario fijo, la duración (unos cuarenta minutos), el presentador-sacerdote inamovible, o casi, el tono ampuloso, serio, distante, casi objetivo, pero nunca verdaderamente neutro, las imágenes seleccionadas, el orden jerárquico de las noticias. Como en todo ritual, lo mismo regresa permanentemente, y se integra en una aparente evolución cotidiana. En los mismos horarios se anuncian las mismas historias, contadas por los mismos reportajes, introducidas y comentadas con las mismas palabras, poniendo en pantalla a los mismos personajes, ilustradas con las mismas imágenes. Se trata de un ciclo sin fin y sin fondo.

En la apertura, la presentación introduce una música abstracta que sugiere la mezcla del tiempo que pasa, la precipitación de los hechos, y una forma de intemporal necesaria en toda ceremonia mística. Mientras se oye la música, un globo antecede a la aparición del presentador, o un travelling hacia éste último lo hace pasar de las sombras a la luz. Todo sucede como si nos fueran a revelar el mundo.

El presentador hace el papel de guía y de autentificador. Personaje principal y trascendental, el presentador está en el centro mismo del dispositivo de credibilidad del noticiero de las 8. La noticia nos llega a través de él, también es él quien la legitima, quien le confiere importancia y la da como «verdadera». Es también el presentador quien puede tranquilizar al telespectador: si el mundo va mal y parece completamente ininteligible, hay al menos uno que «sabe» y que puede explicárnoslo.

(En otros casos, los presentadores son dos. Un dúo que presenta el noticiero televisivo. La relación con el telespectador se hace entonces muchos menos profesoral y paternalista, pero más parecida a la conversación, y puede parecer más frívola. Claro está que no tendremos nunca dos presentadores, o dos presentadoras, sino siempre un dúo heterosexual. El asunto es no colisionar con la representación de la familia burguesa cristiana. Como ese tipo de puesta en escena resulta poco frecuente en Francia, no nos detendremos más en este punto.)


Credibilidad e información


«Señoras y señores, buenas tardes, éstos son los titulares de la actualidad de este lunes 6 de agosto», nos dice el presentador al principio de cada noticiero. Por consiguiente, no se trata de un sumario, de una selección que la redacción ha hecho entre la información del día, sino de los «titulares de la actualidad», o sea que se trata precisamente de lo que hay que saber sobre el mundo en este día. No hay nada que comprender, el «periodismo» no busca más que enseñarnos el mundo. El presentador no da ninguna clave, no descifra nada, solamente nos dice lo que es. No se nos presenta una «visión» de la actualidad, sino la Actualidad misma.

A partir de ahí, lo importante para el presentador es «aparentar». Su credibilidad no está basada en su calidad de periodista sino en su carisma, en la empatía que logra crear, en su manera de dar seguridad y en su apariencia de hombre honesto e inteligente. David Pujadas puede perfectamente anunciar que Alain Juppé se retira de la vida política, y Patrick Poivre d’Arvor nos puede presentar una falsa entrevista con Fidel Castro [El autor menciona aquí dos incidentes que realmente sucedieron. Nota del Traductor]. A pesar de todo ello, se mantienen en su puesto, con el apoyo de sus superiores, y sin perder por eso sus estatus de «periodistas» [1] ni su credibilidad ante el público. Todo sucede como si la información transmitida no tuviera finalmente importancia. Está ahí sólo para justificar el ritual, como la lectura de los Evangelios en la misa, sin ser nunca la razón central, el núcleo, que en realidad está siempre en otra parte, en la repetición constante de las consignas morales, políticas y económicas del momento. «Este es el Bien, este es el Mal», nos dice el presentador.

La jerarquía de la información es por tanto inexistente. Aunque una de las primeras cosas que se hacen en todo «diario» es determinar los temas que parecen más importantes para tratar de establecer un despliegue (específico en cada redacción) de la información en orden decreciente, de lo importante a lo insignificante, aquí no se hace en absoluto así. Nos llevan de los restos mortales del cardenal Lustiger al accidente de la Fête des Loges, después viene el desenlace en el caso del secuestro del pequeño Alexandre en la isla de la Reunión, seguido del suicidio de un agricultor ante las acciones de los anti-OGM, para pasar después al subsidio de inicio del curso escolar, a los niños que no salen de vacaciones, a la subida de los precios de la electricidad, a la espeleóloga belga atrapada en una gruta, a la campaña electoral estadounidense entre los demócratas, a la intervención de Reporteros Sin Fronteras para denunciar la falta de libertad de expresión en China, a la propia China como destino turístico, al despido de Laure Manaudou, a un accidente durante una carrera en Estados Unidos, al festival Fiesta de Sète, al fallecimiento del periodista Henri Amouroux y, para terminar, al barón Elie de Rothschild [2]. No hay coherencia ninguna, en ningún momento. Los temas parecen haber sido escogidos por su insignificancia casi general, o por su aparente insignificancia. Todo ahí aparece mezclado, el amor y el odio, las risas y los llantos, la empatía se mezcla con el distanciamiento, las imágenes espectaculares o risibles con los dramas patéticos, y la omnipresencia de la fatalidad nos recuerda constantemente el predominio de la muerte sobre la vida.


El reportaje


Después de anunciar los «titulares», el presentador pasa a la introducción del reportaje. El reportaje es la demostración mediante el ejemplo de lo que nos dice el presentador. En efecto, todo lo que se va a decir y mostrar en el reportaje aparece ya en la introducción del mismo. El presentador resume constantemente, en vez de precisamente presentar. Esto crea la redundancia. Lo que ya se ha dicho una vez como introducción se repite después sistemáticamente en el reportaje. Se enuncian las mismas informaciones, resumidas la primera vez y la segunda alargadas para la elaboración de la historia que se cuenta. El reportaje agrega muy poco a lo ya dicho por el presentador, no hace más que desarrollar los detalles anodinos que sirven de balance a «la objetividad» del presentador, creando el «acercamiento». A los elementos iniciales, presentes en la introducción, se agregan después en la historia los pequeños detalles románticos necesarios para su enseñanza lúdica.

El reportaje se compone de dos cosas: la imagen y su comentario. Si quitamos el sonido, la imagen no significa nada. Aunque todo tendría que estar basado en la imagen, lo que se produce en la televisión es precisamente lo contrario: el comentario nos cuenta lo que la imagen no hace más que ilustrar. Esta última está ahí solamente para realzar el comentario. Es una sucesión de paisajes similares, de rostros y gestos intercambiables, unidos uno tras otro y sin vínculo alguno entre sí. En la televisión, la imagen sólo sirve para justificar el comentario, para autentificarlo. La imagen permite que parezca «verdad». Y se lo permite precisamente porque, al no decir nada la imagen por sí misma, el comentario puede transformarla en lo que quiera, y aquí está el principal peligro de este medio. Al poseer la imagen una fuerza de convicción muy importante, es más fácil obtener el consentimiento si usted la despoja de todo su sentido y la convierte en prueba que autentifica su discurso. Todo se basa pues en el comentario, y en el carácter creíble de la historia que nos van a contar.

«En el reportaje, señala la antropóloga Stephane Breton, el comentario nos lo soplan desde los bastidores, ese trasmundo prohibido al telespectador (…) y del que brota, como una revelación, un sentido que se impone a la imagen. La significación no se encuentra en la escena sino fuera de ella, pronunciada por alguien que sabe» [3]. El periodista no aparece sino muy raramente al final del reportaje. Oímos, por tanto, una voz despersonificada. Es una palabra divina que se nos impone para explicarnos aquello que no podríamos comprender mirando sólo las imágenes. Al no haber interlocutor, no hay contradicción. El reportaje es un hilo que se desenrolla siguiendo una lógica propia, la que el periodista quiere que nos aprendamos, aquella en la que los «testigos» aparecen uno detrás de otro únicamente para acreditar la palabra que de todas maneras ya ha sido dicha previamente. Como sucede con la introducción, la redundancia está omnipresente en el reportaje. Cada «testigo» es presentado no según su función, ni con el objetivo de justificar su lugar en el reportaje en ese preciso momento, sino según lo que va a decirnos. Y la palabra del «testigo» acredita el comentario dando un punto de vista necesariamente «verdadero». «Si él lo dice, es que es así». Y muy a menudo, el «testigo» no tiene en sentido estricto nada que decir, pero de todas maneras lo dice, porque el periodista tiene que dar prueba de su objetividad y de la autenticidad de su reportaje, de su investigación, demostrando que realmente estuvo en el lugar y que por tanto puede hacer que veamos lo que es.

El reportaje en el noticiero de televisión no es la realización de una investigación que explora diferentes pistas, sino el relato de un hecho cualquiera mostrado como algo fundamental. Es una visión del mundo sin otra alternativa, que trata de aparecer como puramente objetiva. Si el presentador dice lo que es, el reportaje lo muestra. Y es ahí precisamente que la imagen peca de falta de sentido, y que el comentario parece convertirse en palabra divina. «He aquí el mundo», nos dice el presentador, «y he aquí la prueba», continúa el reportaje. ¿Y cómo poner en duda la prueba si nos la ponen ahí, ante nuestros asombrados ojos? La realidad se construye entonces sobre la anécdota, y no sobre un conjunto de hechos más o menos contradictorios que permitan tener una perspectiva global, para poder hacer después un análisis de todo ello.


Las consignas

Todo esto se vincula a la lógica de difusión de la moral. El noticiero de televisión, como casi todos los medios de comunicación, es un órgano de difusión de las consignas del momento. Nunca discute el sistema, parece como si ni siquiera conociera su existencia, pero destila constantemente las órdenes de la clase dominante. El noticiero de televisión forma parte de ese «servicio público», del que habla Guy Debord en sus Commentaires sur la société du spectacle [Comentarios sobre la sociedad del espectáculo], «que [administra] con un “profesionalismo” imparcial la nueva riqueza de la comunicación de todos mediante los medios de difusión, comunicación que ha alcanzado al fin la pureza unilateral, en la que se no obliga a admirar pasivamente la decisión ya tomada. Lo que se comunica son las órdenes; y, muy armoniosamente, quienes han impartido esas órdenes son precisamente los mismos que nos dirán lo que piensan de ellas» [4].

El noticiero de las 8, surgido de una sociedad en la que se ha destruido la memoria, transmite las consignas, como en toda forma de condicionamiento, mediante la repetición permanente y cotidiana. Las historias que nos cuentan parecen diferentes entre sí, cuando en realidad son todas finalmente similares. Todo se repite en ellas, noche tras noche, constantemente y a todos los niveles. Sólo cambian los nombres y los rostros, pero la película es siempre idéntica. Nos muestran un presente perpetuo, que permite ocultar todos los movimientos del poder. Si ya no se muestran las evoluciones, es porque ya no tienen vigencia. El noticiero de televisión divulga por tanto la moral burguesa (cristiana y capitalista) en un bloque compacto. Es un vómito largo y lento que se desliza diluido y diseminado durante toda la duración del noticiero de las 8. Y que comprende varias formas de difusión:

- La acusación. Es constante, y generalmente la enuncian los «testigos», lo cual permite hacer creer al periodista que ha mostrado una «opinión» y que por tanto ha presentado una visión objetiva de la situación. Un incendio destruye una casa, y son los bomberos que deberían haber llegado antes. Un violador ha salido de prisión porque tenía derecho a una reducción de la condena, y es la justicia que no funciona bien. Un gobierno se niega a plegarse a los ultimátums occidentales, y es una dictadura, un país subdesarrollado donde se mezclan la estupidez y la barbarie, y, mejor aún, donde la censura amordaza a todos los opositores, que a su vez están necesariamente de acuerdo con los puntos de vista de los occidentales pero no lo pueden decir. El objetivo es siempre encontrar alguien a quien condenar para recordar lo que está «bien» y lo que está «mal» y poder aplicar toda la semántica cristiana del «perdón», de la «depravación», etc.

- La evidencia. Utilizada sobre todo para zanjar sin discusión las cuestiones económicas, ésta consiste en divulgar los dogmas o las decisiones gubernamentales sin ponerlas jamás en tela de juicio. Es el caso, por ejemplo, del «crecimiento», que es siempre presentado como la vía necesaria para la supervivencia, nunca puesto en tela de juicio, y cuyas cifras nos anuncia el presentador con cara de catástrofe: «el crecimiento será sólo del 1,2% este año, según los expertos...».

- La hagiografía. Al igual que en la misa, el noticiero de televisión tiene que hablar de sus santos. Así nos ofrecen el retrato de alguien que «ha triunfado», ya sea porque acaba de fallecer, porque «lo consiguió todo», porque «se hizo a sí mismo», etc. Es el prisma de la excepción que dicta el modelo a seguir, al suscitar admiración y respeto. «He aquí lo que usted no es, lo que usted debería ser, pero nunca llegará a ser, y lo que usted debe por tanto adorar», nos repite constantemente el noticiero de televisión.

- La vecindad. Es particularmente eficaz: se trata de decir que «Francia es el último país de Europa en abordar este asunto». Es el mecanismo que rige la sociabilidad de base, la pertenencia al grupo mediante la imitación, mediante la reproducción de lo que parece hacer o de lo que parece ser. El presentador nos dice: «Ellos hacen esto. ¿Por qué nosotros hacemos otra cosa?», presuponiendo que nuestra manera de actuar es necesariamente menos buena. «En Estados Unidos, trabajar después de los 65 años no representa ningún problema». No se hace nunca el más mínimo análisis de los puntos positivos y negativos del sistema del vecino. Se nos ofrece únicamente una mirada «objetiva», que nos dice: «He aquí cómo lo hacen allí, y es mejor que aquí».

- El folklore. Aquí es cuando nos presentan, con una sonrisa en los labios y con la indulgencia con la que se mira al artista que puede parecernos un poco loco pero que a fin de cuentas no le hace daño a nadie, a la gente que vive de forma un poco diferente. Es única y exclusivamente en este tipo de tema que el presentador subraya el carácter «excepcional» de las personas que nos van a presentar, como para disuadirnos de seguir su ejemplo.

Y éstos no son más que algunos ejemplos.


Anécdota y fatalidad


Dos formas de representación del mundo caracterizan principalmente el noticiero de televisión, y constituyen los dos movimientos principales de difusión de consignas: la anécdota y la fatalidad.

La anécdota aparece al principio de cada tema. Todo parte del hecho particular, del hecho específico del día, y se extiende hacia el problema más amplio que éste parece contener en sí mismo, o que los periodistas hacen como si creyeran que contiene. Es una retórica particular que encontramos hoy en la base de todo discurso político o periodístico, una inversión de la lógica, del desarrollo efectivo de la demostración y del análisis del mundo: ahora es la excepción lo que explica la regla, lo que la construye. Todo parte del hecho particular para prolongarse, como si este contuviera en sí mismo todas las causas y todas las consecuencias que han dado lugar a la situación más general que se supone que demuestra. El noticiero de las 8 no se preocupa nunca por describir fenómenos endémicos, o siempre los saca de la cadena de hechos que los ha llevado a la situación actual. Es una necesidad dialéctica lógica para quien quiere transmitir las consignas sin tener el deber de explicarlas. Para que las consignas sean divulgadas eficazmente, no se puede dejar abierta la posibilidad de contradecirlas, así que es mejor no explicar nada. De todas formas, como ya dijimos anteriormente, el objetivo no es que la gente comprenda, sino que aprenda.

La fatalidad, por su parte, arropa el conjunto del noticiero de televisión. Los hechos suceden por causa de una desgracia fortuita, de un azar distraído que por desgracia afecta siempre a los mismos (personas, países…). Es un lamento constante: «si los bomberos hubieran llegado antes», «si el violador no hubiera salido de prisión», «si África no fuese un continente pobre y corrupto», etc. La fatalidad es la base de toda religión, ya que permite no tener nunca nada que justificar, y recuerda el deber de sumisión ante la trascendencia, puesto que siempre estamos «por debajo». La fatalidad vuelve a golpear permanentemente como una condena, y agrega con amargura (aunque no siempre): «las cosas son así». El sistema se regula a sí mismo y es «el mejor de los sistemas posibles», el hombre es un ser «malo» y se pasa la vida «cayéndose» y «volviéndose a caer» a pesar de todos los intentos por «perdonarlo»: los pobres son responsables de su propia situación porque son demasiado perezosos para buscar soluciones y aplicarlas, incluso hasta cuando se les ofrecen, etc. Es un suspiro constante, una llamada permanente a la impotencia y a la sumisión ante el sufrimiento. El mundo gira y nosotros no podemos hacer nada…

Una vez transmitidas las consignas, el mensajero divino puede dejarnos ir en paz, concluyendo el sermón del día y sin olvidarse nunca de citarnos para el día siguiente a la misma hora. Y luego desaparece, recogiendo los papeles que dan fe de su seriedad, la cámara se aleja, la penumbra aumenta y se funde poco a poco con el mismo tipo de música que dio inicio a la ceremonia.


Notas

[1] Patrick Poivre d’Arvor, reconocido como la estrella del periodismo francés, no tiene el carnet de periodista porque sus principales ingresos no provienen del periodismo sino de sus actividades como consejero y de sus escritos.

[2] Informaciones mencionadas en el noticiero de las 8 del canal France 2 correspondiente al lunes 6 de agosto de 2007.

[3] Stephane Breton, Télévision, Hachette Littérature, 2005.

[4] Guy Debord, Commentaires sur la société du spectacle, Gallimard, Folio, 1996.


Fuente: Red Voltaire, 18 de septiembre de 2007