Derechos como velos



por Irantzu Varela


Algunas personas nacen con estrella… y otras con velo. La cuestión es que, hasta que alguien se saque de la manga ancha de la intolerancia argumentos que demuestren lo contrario, a los seres humanos nos asisten unos derechos que deberíamos defender y exigir para todos, y que nos corresponden por el hecho de nacer, independientemente del idioma que hable la matrona o de que la cabecera de la cama del paritorio esté adornada con una media luna, un cruz o la foto del subcomandante Marcos. Y el primero y más importante de estos derechos es la igualdad. No existe ninguna explicación para las diferencias de nacimiento entre personas que no haya sido inventada para legitimar sistemas que benefician siempre -qué sorpresa- al grupo dominante.

Me opongo a que nos reinen personas cuyo único mérito es nacer en una familia elegida a dedo (y vaya dedo) y defenderé ante cualquiera el derecho que tienen quienes llegaron de lejos a disfrutar de la misma sanidad gratuita, las mismas ayudas sociales, la misma educación de las que disfruto yo, que ya nací aquí y no me he tenido que esforzar para conseguir semejantes privilegios.

Y en todos los demás ejemplos que usted quiera proponer, me mantendré firme en la reivindicación de la igualdad de todas las personas, por encima de todo. Del origen, de la religión, del sexo, de la formación, de la renta… Pero hoy me he propuesto defender algo que puede parecer contradictorio, aunque no lo es en absoluto: el derecho a ser diferentes.

Están los palcos del buengentismo llenos de quienes aseguran no tener nada en contra de las personas inmigrantes, siempre que se integren, entendiendo la integración como la renuncia a sus usos culturales y a sus hábitos de vida, especialmente aquellos que no compartamos. Siempre que hablen bien nuestro idioma, se vistan de Zara y santifiquen los domingos y fiestas de guardar sin hacer mucho ruido, aceptaremos su presencia sin más desconfianza que la necesaria, una vez superado un prudente periodo de prueba.

Pero que no se les ocurra practicar otra religión, abiertamente y sin disimulo, infieles fundamentalistas de la segunda reconquista; vestir como en su tierra natal, horteras embutidas en vaqueros diminutos para sus orondos culos o estrafalarias reinonas de ébano desentonando entre nuestra proverbial mesura en el vestir; escuchar la música con la que crecieron, interfiriendo nuestros patios con sus canciones de gueto, o cocinar exuberantes recetas familiares, contaminando nuestra carne con especias sospechosas, envolviéndonos en olores alarmantes y llenándonos los platos con quién sabe qué felinos.

Y a mí, pretender que la gente tenga que renunciar a la forma en que ha aprendido a vivir, para poder hacerlo entre nosotros, me parece una forma de intolerancia de las peores, porque está disfrazada de acogida.

Imagínese que usted (Alá no lo quiera) se ve en la obligación de emigrar a otro país, donde no se habla nuestro idioma, le imponen aparentar que comparte una religión que no es la suya -si tiene usted de eso-, debe vestir como nunca lo ha hecho y le miran con desconfianza si se junta los domingos con unos paisanos a beber un pacharán. ¿Sentiría usted que se ha integrado en su sociedad de acogida o más bien se vería abocado a vivir en un gueto, buscando la compañía de personas con las que comparte origen y entre las que pueda comportarse con libertad?

Esperar que la gente que viene de culturas diferentes viva como quienes ya estábamos aquí es cerrar la puerta a la verdadera integración, a una relación de intercambio y aprendizaje mutuo, en la que entre todas las personas que la componemos construyamos esa nueva sociedad de la que ya no podemos librarnos. La única elección que nos queda es asumir que cualquier cultura se construyó de la interacción de muchas otras y entender que de las mezclas salen siempre los resultados más interesantes.

En cualquier caso, no me queda más remedio que esgrimir mi campaña personal contra los derechos que se adquieren por la dudosa gesta de nacer bajo una bandera o estandarte concretos, y recordarle que las personas que han abandonado su pueblo para mejorar su vida, han hecho una apuesta difícil por conseguir lo que otras obtenemos sólo con existir. Y esto las hace -como mínimo- merecedoras de las mismas ventajas y las mismas obligaciones. Y una de ellas es vivir de forma coherente a sus creencias, sus costumbres y sus gustos. Por supuesto, siempre que respeten escrupulosamente el derecho de quienes están a su alrededor a hacer exactamente lo mismo.

No estaría mal que empezáramos hoy, usted y yo, con el paquistaní del Kebab, con los chinos de la tienda, con las bolivianas del parque, con las niñas del velo, con cualquiera a quien descubramos intentando con timidez reivindicar su derecho legítimo a la diferencia.


Fuente: Deia, 04 de mayo de 2007