Sobre el Islam y la identidad europea


Entrevista con Nasreddin Peyró, Diciembre de 2006.


Hablar del Islam es hablar de la unidad de una diversidad. Hay sunníes y chiíes, en ocasiones militarmente enfrentados, países opuestos afirman ser musulmanes. ¿Cómo podemos discernir la unidad del Islam?

Creo que en la tradición occidental hay una cierta desconfianza de base hacia la diversidad, entendida como supuesta fuente de confusión y de enfrentamiento. Quizá bastaría con recordar el mito bíblico de la torre de Babel, que explica la diversidad de lenguas del mundo como un castigo divino. Más recientemente, conflictos como los de la ex-Yugoslavia se han analizado a menudo como consecuencia de la extremada mezcla cultural, religiosa y lingüística de aquellos territorios. Todo “mosaico” se convierte para la perspectiva occidental en un potencial “avispero”. Lo que los musulmanes llamamos la Umma del Islam, que podríamos traducir por la comunidad musulmana a nivel mundial, es una sola entidad sin conflictos internos derivados de su diversidad, a pesar de extenderse desde Senegal hasta Indonesia, o desde Albania a Mozambique. Precisamente porque el Islam no es una institución, una iglesia o una organización política, y no tiene un “centro” en ningún sitio, su diversidad interna no es una fuente de conflicto. Cada una de las muchas culturas que integran el Islam vive en su propio ámbito, no intenta imponer sus costumbres a otra, ni siente que otra amenace sus peculiaridades. En la Umma del Islam conviven diversas tradiciones que no han renunciado a sus señas de identidad al integrarse en el Islam: tradiciones del África negra, del Mediterráneo, de los Balcanes, de Asia central, del mar Rojo, del subcontinente indio, del sudeste asiático o del mundo afroamericano.

Toda esta realidad múltiple y extremadamente diversa choca frontalmente con el cliché simplista que identifica en Europa a lo musulmán con lo “árabe”, y que imagina al Islam como una cultura del “desierto” (por ejemplo, en las historietas islamófobas donde aparece el “camello” como unidad de transacción entre los musulmanes). Indonesia, y no “Arabia”, es el país con mayor número de musulmanes del mundo, seguida de la India. Los árabes constituyen apenas el quince por ciento de la Umma del Islam.

No existe un enfrentamiento real en el mundo musulmán entre chiíes y sunníes, como nos presentan hoy los medios de comunicación afines a la administración norteamericana. El Islam no es asimilable al caso del Cristianismo con sus católicos y sus protestantes, y sus noches de San Bartolomé. Si usted consulta la página web oficial del gobierno de Irán, o la de su agencia de noticias (Irna), por ponerle una referencia innegablemente “pro-chií”, no encontrará ninguna alusión despectiva a los sunníes, ni siquiera cuando se informa de hechos como la destrucción de mezquitas históricas del chiísmo iraquí. Tampoco leerá nada contra sunníes o chiíes en las pancartas de la población iraquí cuando sale a protestar contra los atentados que aquí se presentan como de “violencia sectaria”. Todas esas pancartas que nos muestran las televisiones y las agencias de prensa, portadas por sunníes o por chiíes, protestan indefectiblemente contra la ocupación americana y su administración colonial. Lamentablemente nunca se las traduce del árabe, como es lógico. De hecho nunca se ha podido mostrar en los medios de comunicación internacionales una manifestación pública de sunníes contra chiíes o viceversa, como nunca han podido mostrar una manifestación de iraquíes a favor de la ocupación anglo-norteamericana. Los supuestos “actos de violencia sectaria” sólo suceden en la noche por grupos de hombres misteriosos o durante el día por sigilosos terroristas enmascarados. Ningún enfrentamiento colectivo a la luz del día.

La supuesta existencia de una “violencia sectaria” conviene a los planes propagandísticos del ocupante norteamericano: enfrentar a los nativos entre sí es una vieja estrategia de la conquista colonial, experimentada por otros poderes imperiales en otras partes del mundo. Sirve para dividir a los colonizados si sale bien, y en todo caso para justificar la presencia “tutelar” de la potencia colonial. Los atentados de “violencia sectaria”, por seguir usando esta fórmula propagandística anglo-norteamericana, parecen ser actos de “guerra sucia” contrainsurgente llevados a cabo por agentes de las tropas ocupantes y sus aliados. Al menos ésa es la opinión mayoritaria de la calle de Iraq. Una estrategia muy vieja en la lucha antiguerrillera. Por ejemplo, durante los últimos años de la ocupación francesa de Argelia fueron frecuentes las bombas “misteriosas” que explotaban indiscriminadamente en la kashba de Argel y que demostraban así la “maldad” del Frente de Liberación Nacional, que parecía capaz de masacrar sin reparos a sus propios conciudadanos (no es que estuvieran sólo contra Francia, sino que parecían estar “contra todos”, y Francia así sólo pretendía mantener la “paz” en Argelia). En la célebre película La batalla de Argel se describe cómo los agentes franceses colocaban estas bombas en una estrategia desesperada por despertar antipatías de la población autóctona hacia el FLN.

No sé si recuerda que hace aproximadamente un año la policía colonial iraquí detuvo por error a dos agentes ingleses “vestidos de árabes” en un coche repleto de explosivos. El caso fue llamativo, además de por la nacionalidad de los individuos, porque las tropas británicas asaltaron brutalmente la comisaría a donde habían sido conducidos y los rescataron a toda prisa, destruyendo prácticamente el edificio. En fin, no sé si estos agentes británicos iban a hacer de “sunnitas” o de “chiítas”. Esta supuesta “violencia sectaria”, como dicen en televisión, resulta que sólo se da en Iraq de entre todos los países musulmanes del mundo, y en este país sólo desde que comenzó la ocupación anglo-norteamericana. Le sirve a los ocupantes para intentar justificar su cada vez más injustificable presencia allí: estarían en ese país para evitar una supuesta “guerra civil”, que estallaría indefectiblemente si se marcharan. Pero le aseguro que el día en que se vayan los americanos y los británicos de Iraq dejaremos de oír hablar de hostilidades dentro del Islam entre sunníes y chiíes, y algunos años más tarde –como sucedió con la primera Guerra del golfo– posiblemente leeremos libros sobre cómo se organizó todo este montaje mediático.

En cuanto al enfrentamiento entre países musulmanes, realmente es un enfrentamiento entre estados, es decir entre grupos de poder. Incluso dentro de corrientes políticas como el baasismo hemos encontrado a Siria e Iraq enfrentados. Los enfrentamientos entre Marruecos y Argelia, Siria e Iraq, o Egipto y Sudán, por poner sólo algunos ejemplos, han sido luchas por hegemonías regionales que sólo pueden explicarse a partir de las relaciones neocoloniales que estos estados mantienen. Estas guerras entre estados son del mismo tipo que las guerras que han enfrentado a los países latinoamericanos tras su independencia (desde la “Triple Alianza” argentina, brasileña y uruguaya contra Paraguay en el siglo XIX, hasta la “Guerra del cóndor” entre Perú y Ecuador en el XX, por citar algunos casos), o las continuas guerras que se han producido entre países del África subsahariana. Es sabido que la “Guerra fría” no se desarrolló en los escenarios centrales de Europa y Norteamérica, sino en lo que se daba en llamar “escenarios periféricos”, que correspondían a lo que se conoce como Tercer Mundo, incluidos los territorios donde viven los musulmanes. Así considero que la guerra en su día entre Marruecos y Argelia, dos países de mayoría musulmana, no fue sustancialmente diferente de la guerra entre Etiopía (un país de mayoría cristiana) y Eritrea, o entre Pakistán e India.

El espectador, por otro lado, tiende a confundir costumbres islámicas con costumbres arcaizantes de ciertas etnias, independientemente de la religión…

El espectador occidental asiste desde hace siglos a un discurso de demonización absoluta del Islam. Lo que hoy muy recientemente llamamos “islamofobia” es una perspectiva muy arraigada en la tradición europea –algunos defienden que incluso angular para la propia identidad occidental, que se habría constituido precisamente por oposición a ese supuesto “Oriente” proceloso y atroz. En este discurso que hoy se conoce como “islamofobia”, y que Edward Said llamó sencillamente “orientalismo”, se conjugan diferentes argumentos e imágenes.

Por un lado está la atribución al Islam de todas las costumbres repulsivas de otras regiones del mundo. El caso quizás más sonado es el de la práctica de la ablación del clítoris, que se presenta por muchos comentaristas occidentales como una “costumbre islámica”, cuando es en realidad una tradición básicamente nilótica, que se ha venido practicando en todas las comunidades de la región. De hecho el Islam ha contribuido decisivamente a su erradicación en los tiempos modernos: su práctica en Egipto o Sudán es realmente marginal hoy, a diferencia de lo que sabemos de tiempos preislámicos. Los estudios actuales sobre el tema señalan que la ablación del clítoris se practica en la actualidad mayoritariamente en ámbitos cristianos y “animistas” de África. Junto a la ablación están otras muchas prácticas de Asia y África, también consideradas “islámicas” desde perspectivas que suavemente podemos calificar de desinformadas. De hecho, para el espectador crítico, las imágenes no concuerdan: Si la ablación del clítoris es una costumbre “islámica” ¿por qué no se practicaba en el Afganistán de los talibanes, considerado en los medios occidentales como la quintaesencia de la aplicación de la “ley islámica”? No sé si hoy alguien, en la vorágine de los actuales discursos contra el Islam, cree recordar que en Afganistán sucedía tal cosa. En tal caso invitaría a esa persona a repasar las hemerotecas de los días de la última guerra en ese país, cuando se decían tantas cosas de los talibanes y de los afganos en general (presentadas todas como muestras de la “cultura islámica” y de su carácter esencialmente tenebroso): burkas obligados, hombres que no podían afeitarse la barba, mujeres privadas de vida pública, pero ni una palabra en ese contexto tan alejado del Nilo de la supuesta “costumbre islámica” de la ablación.

Por otro lado me gustaría referirme brevemente a lo que Giorgio Cardona llamó el “culturalismo”. Para este antropólogo la categoría “culturas” es algo que se aplica indefectible y exclusivamente a las sociedades no europeas, para explicar cualquier cosa que suceda en ellas. Fuera del mundo occidental no parece haber intereses discordantes en juego, clases diferenciadas, tensiones sociales, fuerzas contradictorias, corrientes políticas opuestas, sólo hay “culturas”, como ámbitos homogéneos, estáticos, uniformes. Mientras sería de buen tono en los círculos intelectuales occidentales analizar, por ejemplo, un crimen sucedido en la India en claves “culturales”, un hecho parecido acaecido en Bélgica sería estudiado en claves “sociológicas” o “psicológicas”. Los casos de crímenes sexistas que se producen constantemente en nuestro país –lo que se conoce en los medios como “violencia de género”– ¿podrían ser explicados, atribuidos, o simplemente relacionados, con la “cultura española”, “europea” o “cristiana”? Si esta estadística de crímenes se mostrara como procedente de un país no europeo, “su cultura” vendría inmediatamente a ocupar un lugar central en el análisis de sus causas (“su cultura” sería básicamente la responsable de estas monstruosidades).

Para muchos occidentales, las dictaduras que hoy existen en el mundo musulmán son consecuencia más o menos directa de la “cultura”, de la “mentalidad”, de estos pueblos (¿quién no ha oído hablar en Occidente del “despotismo oriental”?). Por ejemplo, las tiranías de la Península arábiga o del Golfo pérsico. Por un mínimo principio de igualdad de rasero ¿podríamos explicar el fascismo o el nazismo como frutos de la “cultura europea”, de la “mentalidad occidental”? Hay causas históricas, políticas, económicas, sociológicas, incluso psicológicas, para explicar a Hitler. Hay sólo causas “culturales” para explicar al rey Fahd. En esta forma de ver las cosas todas las culturas no occidentales –entre ellas el Islam– pierden, y sólo la cultura occidental permanece limpia. De un blanco inmaculado, si se me permite el juego de palabras.

El primer obstáculo a la adaptación es la islamofobia europea, que ve en el islam una religión fanática, machista y belicosa. Pero, además de los prejuicios etnocéntricos, hay otros obstáculos para la integración civil, a saber: los conflictos que encuentran las costumbres de los emigrantes con las costumbres del país de acogida. Suele decirse que este problema social se resolverá, en la segunda generación, con la subida del nivel de estudios...

Sobre el tema de la adaptación de los musulmanes a Occidente quiero decir que el Islam ha estado siempre vinculado a Europa, más de lo que las historias oficiales lo recogen. El Islam es parte también de la tradición europea. Fíjese en mi caso, yo soy un españolito de a pie que he decidido libremente, en función del sistema de libertades que en su día contribuí a traer a mi país (como la mayoría de los españoles que nos implicamos en la transición), hacerme musulmán. ¿Me he “desadaptado” de mi país? ¿A qué debería yo entonces tener que adaptarme (o en mi caso “readaptarme”)? En España el Islam fue extirpado a sangre y fuego, en algo que hoy llamaríamos limpieza étnica, mediante la atroz maquinaria de tortura y represión conocida como la Inquisición. Pero en Albania, Bosnia-Herzegovina, Macedonia, el Islam lleva vivo muchos siglos. ¿No son europeos esos países? Un discurso excluyente de nuestros días contrapone Europa (y una supuesta y homogénea “mentalidad europea”) a Islam (con su correspondiente y no menos homogénea “mentalidad islámica”). Pero en principio Europa es un concepto geográfico e Islam un concepto cultural. ¿Hay culturas que “no encajan” en determinados territorios? Contraponer “Europa” a “Islam” es, en sentido estricto, como contraponer “Argentina” a “protestantismo”, o “Francia” a “comunismo” (no hay duda de que algunos lo han hecho). El Islam contribuyó decisivamente a la formación de los contenidos intelectuales de Europa (no voy a detenerme aquí en cosas bien sabidas, como el papel de los filósofos musulmanes en que en este continente se pudiera conocer a Aristóteles).

La Alhambra de Granada es tan europea como la catedral de Chartres, y Averroes tan europeo como Erasmo. Una Europa sin Islam, o contrapuesta al Islam, es como la Europa sin judaísmo, o contrapuesta al judaísmo, que se enarboló en el siglo pasado. En esta forma de ver las cosas, “Europa” entonces quiere decir realmente “cristianismo”. Pero si Europa es igual a cristianismo –como quiere el Vaticano y el ala más derechista del Parlamento europeo–, los ciudadanos del continente deberíamos entonces preguntarnos si nos sentimos cómodos en esta identidad de “europeos” que alguien fabrica por nosotros.

Europa es un lugar del mundo –una “pequeña península de Asia”, decía Nietzsche– que ha presenciado y se ha enriquecido con diversas tradiciones culturales, cristianas, pitagóricas, dionisíacas, judías, islámicas, célticas, gitanas, herméticas, bogomilas, normandas, etc., etc. Otra cosa es que los poderes de Europa, que no deberíamos confundir con las poblaciones de Europa, hayan hecho del cristianismo su tradicional bandera y la justificación ideológica de su dominación. El problema entonces es si queremos conformar esta identidad europea, que es una elección cultural, sólo a partir de las ideologías oficiales mantenidas por los distintos poderes de Europa, o si debería surgir de las tradiciones reales de los diferentes pueblos de este continente. Como cualquier otra región del mundo, Europa ha recibido a lo largo de su extensa historia constantes influencias y mestizajes de otros pueblos más o menos cercanos. No hay zona del mundo “pura” culturalmente, ni siquiera aquellas que parecen más aisladas por el mar, y Europa es prolongación natural de Asia y tiene con África el milenario puente mediterráneo. En la antigüedad prerromana de la Bética encontramos, por ejemplo, un importantísimo culto local a la Isis egipcia (sin que a nadie se le ocurra hablar de una “invasión egipcia” de la Bética).

Pero hoy Europa se quiere presentar como un continente “incompatible” con no se sabe cuántas culturas, un continente “alarmado” por la presencia de la diversidad cultural de aspecto foráneo, un continente monolítico con una sola mentalidad, unas solas costumbres y un solo modo de vida. Parece como si Europa se hubiera alimentado sólo de sí misma a través de los tiempos. Pero en esto hay demasiada ideología para poder mantener la coherencia: por ejemplo, el Islam sería incompatible con la Europa “tradicional” pues sus raíces están en un lugar tan remoto como la Península arábiga, pero ¿acaso vivió Jesús en Rotterdam?

La unión del concepto de Europa al concepto de cristianismo es del mismo calado que la que relacionaba a España con catolicismo. Según la Declaración de los derechos humanos ningún estado del mundo puede basarse en la raza, las creencias o la cultura. No puede haber estados que concedan la plena ciudadanía sólo a los que pertenezcan a una etnia o profesen determinada religión. Lo mismo que se establece para los estados se aplica en buena lógica a las realidades supraestatales que estos estados pueden formar. Me refiero a la Europa política, a la UE. No sólo los cristianos y los “laicos” (que son culturalmente una variedad del cristianismo) pueden ser ciudadanos europeos, salvo que volvamos –pues hemos estado varias veces en ella– a la Europa racial, étnica y culturalmente “pura”, “blanca” en el peor sentido de la palabra. Y si los musulmanes, o los emigrantes procedentes de África, o los gitanos, o cualquier otro grupo minorizado, también somos europeos por nacer, o vivir o trabajar aquí, ¿no tendría que incluir esa lisa y enorme “mentalidad europea” también nuestras mentalidades? Es un problema de democracia cultural. Quizás a algunos les gustaría reeditar eso de los “cristianos viejos” y los advenedizos, los que tienen derecho a ser “ciudadanos de verdad” de una tierra por la opción cultural de sus antepasados, y los que están siempre en la picota de ser expulsados. Pienso que el debate europeo real debería abordar si hay la posibilidad de una Europa realmente plural –como son todos los rincones del planeta– o si cada vez que surgen los estandartes de Europa es para enfrentarse a algún tipo de “Otros”. Dicho de otra manera, si es posible que Europa se piense a sí misma sin pensarse como “Fortaleza Europa”.

En definitiva: el Islam en Europa no es sólo una cuestión de emigrantes, pues no hay “europeos homogéneos” esperándolos (lo mismo seguramente vale para otras culturas además del Islam). Por ejemplo, si yo soy español y además musulmán, ¡los emigrantes musulmanes que llegan claro que “se adaptan” a mi “mentalidad”! Insisto, no sé qué sería en democracia “la” mentalidad europea (o española), como rasgo único y diferenciador. Un continente que se vanagloria de su pluralismo no debería apelar a “la” mentalidad, este tránsito de la variedad al monolitismo chirría demasiado. Dejando incluso aparte a los europeos musulmanes, ¿qué “mentalidad” única compartirían los Legionarios de Cristo y los anarquistas, los hippies y los nacionalsocialistas? ¿Qué costumbres serían las genuinamente “nuestras” como europeos? ¿Tomar el té de la India a las cinco en punto? ¿Hacer las cuentas en números 'arábigos'? ¿Ir a misa a escuchar las palabras de un hombre que predicó en Palestina?

Quisiera decir una cosa sobre algo que se recoge en la última parte de su pregunta. Usted señala el hecho real de que en muchos ámbitos se dice que “este problema se resolverá en la segunda generación, con la elevación del nivel de estudios”. Es evidente que quienes hablan así desconocen por completo la realidad de la inmigración. El nivel de formación académica de muchos emigrantes que vienen a nuestro país es realmente excelente, muchos con titulaciones y amplia experiencia profesional. Aunque aquí acaben trabajando de albañiles o de asistentas. No confundamos las dificultades económicas, ni los puestos laborales que la sociedad excluyente les asigna, con la ignorancia. No es precisamente la “elevación del nivel de estudios” lo que les urge más. Por otro lado, quisiera fijarme en la ideología que contiene esa afirmación. Son “diferentes” porque son de algún modo “ignorantes”, cuando les entren las luces en la cabeza se volverán “europeos”. Esto se llamaba antaño “civilizarlos” y se hacía sobre el terreno, en las propias colonias. Ahora se plantea en la metrópoli, en la mano de obra colonial que nos hemos traído, pero se basa en el mismo mito de superioridad cultural. La cultura cristiana europea no sería una opción más del multicolor abanico de la riqueza cultural del planeta: sería la cultura “superior” por excelencia. Acercarse a ella sería volverse “más culto”.

La compatibilidad con la democracia no es sólo un problema de integración o adaptación, sino que tiene que ver con la crítica social y política en el interior de los países musulmanes.

Lo que llamamos hoy países musulmanes son estados surgidos de la descolonización, la mayoría con fuertes dependencias con sus antiguas metrópolis, o con los imperios que han heredado de ellas la hegemonía sobre la región. La mayoría de los llamados países musulmanes son estados gobernados por dictaduras de corte militar, o tutelados por el estamento militar. Aquí apelaría una vez más a evitar el espejismo del “culturalismo” al que antes hice referencia. La situación de la mayoría de los países musulmanes es la misma que la de la mayoría de los países del Tercer Mundo, del que forman parte. En el interior de la mayoría de los “países musulmanes” no hay libertad de crítica, como no la hay en el interior de los “países budistas”, de los “países taoístas”, o cualquier otra etiqueta cultural que queramos colocar sobre el Tercer Mundo. Pero –salvo que sigamos alguna alucinada teoría racialista y de hecatombe de civilizaciones– convendremos en que lo que aqueja al Tercer Mundo no es fruto de errores teológicos o de formas distintas de matrimonio. Considerar al Islam como la causa de la falta de libertad en los países musulmanes de nuestros días es escurrir el bulto neocolonial, imaginar que el Islam anima realmente el ideario de esos gobernantes, ignorar la represión interna contra la inmensa mayoría de la población (musulmana) descontenta, en fin crear un nuevo pastiche orientalista con el “sátrapa oriental” gobernando como un tirano “porque se lo merecen” (…y esperando a los chicos de Bush para que los “liberen”).

Por otro lado, la voz de la mujer musulmana comienza a oírse. Un ejemplo reciente: el II Congreso de feminismo islámico que se ha desarrollado en Barcelona, durante el primer fin de semana de noviembre del año en curso. ¿Cuáles son las conclusiones más relevantes del citado congreso?

No estuve en el congreso de Barcelona, y sólo puedo hablarle por referencias. Sé que fue un éxito de participación, y de profundidad y pluralidad en los debates. La voz de las mujeres musulmanas forma parte primordial del mundo musulmán, frente a las leyendas orientalistas que las imaginan indeciblemente relegadas. Congresos como el de Barcelona sirven, entre otras muchas cosas, para que en Occidente se sepa que las mujeres musulmanas “hablan” y que están llevando adelante importantes propuestas para el conjunto del Islam. En España quizás muchos consideren que con este congreso ha empezado todo. En realidad el debate es antiguo y amplio dentro del propio mundo musulmán. Las ponentes que llegaron de distintos países han empezado a ser conocidas en Barcelona por los medios de comunicación europeos, eso es bueno, pero su trayectoria es evidentemente muy anterior. Desgraciadamente, y salvo algunos casos contados, los medios de comunicación occidentales no recogen nada sobre las voces femeninas del mundo musulmán. Y es que son voces que contradicen por dos veces el discurso orientalista que imagina unas mujeres completamente sumisas, enclaustradas y silenciadas. Primero porque hablan, clara y potentemente, a toda la comunidad musulmana y al mundo, y luego porque su discurso –en vez del “salvadnos del Islam” que imaginan los islamófobos– es mayoritariamente un discurso de afirmación y renovación del Islam, un discurso sabio que preconiza vivificar lo mejor de la tradición islámica, del Islam del que ellas forman mayoritaria parte. A veces hay que decir lo evidente: las mujeres musulmanas son parte integrante y activa de lo que se conoce como Islam, no sus ajenas “víctimas”. El Islam no lo constituyen sólo los hombres. El Islam no es un club inglés.


No hay una descripción definitiva y completa de algo como la «civilización occidental». La denominación no es sino una ficción ideológica que oculta la pretensión de hegemonía. Las muchedumbres orientales son algo desechable, mientras la partida se juega en sus territorios. Palestina no es el único ejemplo de la agudización extrema de la desposesión de las víctimas. ¿Puede esta situación trágica internacional influenciar de alguna manera en los contenidos religiosos de los musulmanes?

Deduzco de la pregunta que quiere mi opinión sobre una afirmación que se repite mucho en los discursos occidentales sobre el Islam de nuestros días. Esa afirmación es que hay un intrínseco “radicalismo” islámico –o “terrorismo”, para no andarnos con eufemismos– que se basa en “convicciones religiosas” (que se basa en el Islam), y que se exacerba cuando se ataca a los musulmanes en alguna parte del mundo. Es, si me permite la comparación, como el increíble Hulk: el monstruo lo lleva dentro, y sale en cuanto se le mosquea. Por ello se “perdona la vida” a los musulmanes sólo en el caso de que sean “moderados”, curioso adjetivo que parece querer decir que “sigan poco el Corán”. Porque un Hulk, digo un Islam, “entero”, sin dardos soporíferos, sano, fuerte, es indudablemente peligroso. Así son los monstruos. Por cierto, nosotros no pedimos a los cristianos que sean “cristianos moderados” aunque nos acordemos de la Inquisición o de Abu Ghraib, ni a los judíos que sean “judíos moderados” aunque pensemos en Gaza o en Líbano. De hecho ni siquiera confundimos a los judíos con el estado de Israel. Pero en fin, ésta es la historieta sobre el monstruo del Islam, el increíble monstruo verde; y luego está la opinión de los musulmanes.

Para los musulmanes reales, los que trabajan y viven vidas comunes –quizás no para los que aparecen sólo en misteriosos vídeos antes de las campañas electorales de Bush– nada en el Corán llama a la violencia o a la agresión contra otros pueblos. Al contrario: “seguir mucho el Corán” conlleva estar en contra de todo acto de violencia, de terrorismo, de coacción, de imposición sobre otros. El Corán dice: “Y si hemos hecho de vosotros diferentes pueblos y tribus, es para que os reconozcáis mutuamente”. El “yihadismo” de hoy es tan real como el “contubernio judeo-masónico” de hace unas décadas. Yo sé que la opinión de los musulmanes no cuenta mucho en los medios de comunicación occidentales, y menos cuando contradice abiertamente las imágenes estereotipadas que se intentan difundir sobre el Islam. A “Oriente” se le niega la capacidad de explicarse a sí mismo, decía Edward Said. Pero ésta es nuestra opinión, como musulmanes reales: el Islam está radicalmente vinculado a la paz (Salam), tanto a nivel individual (como salud) como colectivo (como convivencia respetuosa con las diferencias). Que otros, si quieren, sigan describiéndonos sin escucharnos.