Libros: Orientalismo



por Alonso Rabí do Carmo


Edward Said: Orientalism. Nueva York: Pantheon Books; Londres: Routledge & Kegan Paul; Toronto: Random House, 1978. [Orientalismo. Madrid: Libertarias/Prodhufi, 1990. Madrid: Debate, 2002]


Edward Said (1935-2003) fue un brillante intelectual palestino-estadounidense. Experto en literatura comparada, cátedra que impartía en la prestigiosa Universidad de Columbia, Said era un hombre profundamente preocupado y comprometido no solamente con la causa palestina, sino además con muchos otros problemas que tienen como protagonista al llamado Medio Oriente. Uno de sus libros más importantes, precisamente, se llama Orientalismo, hoy un clásico de los estudios culturales, en el que analiza la forma en que el mundo académico y político occidental, a través de diversas instituciones —desde la literatura hasta la “autoridad de la nación”— han fabricado una visión del Oriente en cuyas bases se encuentran el prejuicio, la ignorancia y la soberbia imperial. Lo que sigue quiere ser un tributo a la obra de este gran pensador y crítico contemporáneo.

"La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención. Lo único que la redime es la idea. Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio." (Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas)

La guerra contra Iraq, emprendida por Estados Unidos y su socio bélico el Reino Unido, no es solamente un hecho de carácter militar; es también un suceso de orden cultural, en la medida en que esta guerra pone al desnudo la soberbia de cierto sector de Occidente, soberbia que debe leerse como una inveterada incapacidad de conocimiento del otro.

A lo largo de la historia, los centros de poder occidentales han hecho poco o nada por comprender al otro, a todos esos millones de vecinos lejanos y extraños que pueblan el mundo más allá de las narices de una autoconcedida condición de «civilización». Y cuando ha intentado recorrer el camino contrario, Occidente solamente ha visto en las diferencias con el otro un reflejo de su propia —y cuestionable— superioridad sobre él, pues solo atina a seguir una máxima —suscrita incluso por el mismo Marx— según la cual los otros no pueden representarse a sí mismos y, por lo tanto, deben ser representados.

El marco de esta guerra es eminentemente neocolonialista, aunque su rostro sea distinto: no se trata de una guerra territorial; tampoco es una guerra que comprometa a diversos países pues, como sabemos, tanto Estados Unidos como el Reino Unido cuestionaron la autoridad del foro mundial de la ONU para dar inicio al enfrentamiento, incluyendo, entre otras cosas, aquel vergonzoso show room de pruebas falsas protagonizado por Collin Powell. Es sintomático, además, que uno de los motivos de esta guerra haya sido, en teoría, la restauración de la democracia en Iraq, cuando ni Estados Unidos ni el Reino Unido respetaron la oposición del mundo a este enfrentamiento bélico y se ampararon únicamente en su más pura complicidad.

No pretendo justificar la permanencia de un régimen vesánico y corrupto como el de Hussein; dicha defensa sería, por supuesto, un acto aberrante. De hecho, saludaría con enorme entusiasmo una democracia iraquí, pero auténticamente iraquí, no planificada desde los oscuros vericuetos del Pentágono, sin contar con el voto ni el concurso del pueblo iraquí, por más transitorio que sea o pretenda ser el régimen impuesto. Ningún análisis verdaderamente lúcido puede resistirse a pensar en el carácter profundamente antidemocrático de esta operación, en cuyo fondo está el mito de la salvación del mundo por la eliminación de los —hasta hoy— fantasmales arsenales bioquímicos de Hussein, mientras en la superficie está, a la vista de todos, una razón bastante más concreta: ganar posiciones en el dominio del petróleo.

Ahora bien, ¿qué sentido tiene recordar estos hechos, bastante conocidos y explicados por los sectores más responsables de la prensa mundial? Pienso que mucho sentido, más del que en realidad podríamos imaginar. Es imposible aislar esta guerra de ciertos condicionamientos culturales e ideológicos que tienen que ver con lo que Edward Said llamó el «orientalismo», una estrategia discursiva y práctica que ha mediado, de antiguo, las relaciones entre Occidente y Oriente.

El orientalismo es, entre otras cosas, una de las tantas materializaciones de la experiencia colonialista occidental en su afán de explicarse a sí misma el lugar que ocupa el otro. La primera piedra del discurso orientalista radica en una sentencia aparentemente simple: «Oriente es el otro de Occidente». Y en tanto discurso, el orientalismo es de algún modo una invención, pero una invención capaz de sustentar el poder colonial. Fue el propio Said quien definió los rasgos principales de esta tradición de discurso y pensamiento en uno de sus libros más conocidos, titulado precisamente Orientalism (1977). En las líneas que siguen intentaremos resumir dichos rasgos y demostrar que, lejos de ser una ideología del pasado, el orientalismo tiene hoy una perversa y cuestionable actualidad.

En este contexto, Oriente es un sistema de representación textual y simbólica, cuya producción fue alentada desde el poder político y cuya finalidad es producir en el aprendizaje, la conciencia y el imperio occidental, la imagen de Oriente no solo como extranjero, sino además como inferior. Parafraseando a Said, Oriente existe gracias a Occidente y su construcción es hecha «por» y «en» relación a Occidente. El orientalismo es como un espejo en el que Occidente contempla, además de su propia imagen, su superioridad frente a Oriente.

El sujeto oriental no es otro que la persona representada por esta estrategia discursiva. Es descrito como femenino y pusilánime, pero a la vez se le considera sumamente peligroso, pues su actitud es una amenaza para los «blancos» y las mujeres occidentales. La mujer oriental, por su parte, aparece complacida bajo el salvaje dominio masculino y presenta una imagen extremadamente exótica. Visto desde la perspectiva orientalista, el y la oriental son el cuerpo de una caracterización simplista, de una generalización radical, de un estereotipo que no tienen ningún reparo en irrespetar límites nacionales y culturales. Orientalismo, entonces, es una representación y no un retrato natural —lo que podría ser producto de una etnografía, digamos—, y existen tantos orientalismos como posiciones o posibilidades discursivas hay: así, podemos hablar de un orientalismo de corte darwinista, por ejemplo, o de uno de orientación marxista, de otro filológico, racista, etcétera. El orientalismo es, primero que nada, una inmensa red discursiva que apunta en varias direcciones.

Casos hay muchos, pero mencionaremos algunos muy ilustrativos. John Stuart Mill, por ejemplo, excluía a los indios de sus ideas políticas debido a su inferioridad racial y a su escaso grado de civilización. Es más, el filósofo ni siquiera consideraba que la India fuera un país, sino más bien el lugar en el que Inglaterra decidía llevar a cabo su producción de café, té o azúcar. Se puede apreciar, en este pasaje, que el orientalismo es, además de un mecanismo por el cual Occidente proclama su superioridad sobre Oriente, un discurso excluyente y hegemónico. Hegel, por su parte, veía en la India un «mundo de hechizo» donde encuentra un panteísmo fantasioso y lo divino se degrada hasta la vileza y la pérdida del sentido. No contento con eso, afirmaba categóricamente que el destino de los reinos asiáticos «es quedar sometidos a los europeos». De la antología de aforismos orientalistas que podríamos elaborar solo citando a Ernesto Renán, entresacamos algunas perlas: «tenemos nada o muy poco que aprender de Averroes, de los árabes, y en general de la Edad Media»; «no es a la raza semítica a la que debemos pedir lecciones de filosofía (…) La filosofía entre los semitas no ha sido nunca más que un plagio puramente exterior y sin gran fecundidad, una imitación de la filosofía griega» o «los habitantes de la península arábiga no tuvieron jamás la menor idea de lo que puede llamarse ciencia o racionalismo».

Todo este espíritu de superioridad, de hegemonía y dominio sin atenuantes, aparece también en la novela occidental del siglo XIX, que en muchos sentidos dejó constancia de su impronta orientalista. La novela se convirtió así en un espacio de elaboración y articulación del poder, como analiza Said en Cultura e imperialismo (1993), libro en el que siguió estudiando el discurso del orientalismo y en el que demostró que la literatura fue una herramienta de enorme poder en la consolidación de este sistema de conocimientos. La cita de Conrad que usamos como epígrafe, citada a su vez por Said, presenta una palabra clave: «la idea», que encierra los valores supremos de Occidente y en cuyo nombre han encontrado plena justificación la colonización, la rapiña y el genocidio.

De acuerdo a Said, el orientalismo presenta dos facetas: latente y manifiesto. Veamos en qué consiste cada una de estas facetas. El orientalismo latente es una verdad inconsciente y casi intocable de lo que Oriente significa y es. Básicamente se trata de un discurso estático y que carece de animación. En el campo semántico que gobierna esta latencia, Oriente tiene «atributos» como excéntrico, sensual, pasivo, atrasado, diferente. Se piensa que tiene una tendencia natural hacia el despotismo y una voluntad alejada del progreso, que sus mujeres son dominables y que sus hombres son supinos. Sus valores, pues, son juzgados en comparación con los occidentales, de modo que el oriental, amén de diferente, es conquistable e inferior. El orientalismo manifiesto, en cambio, se vincula más íntimamente con la praxis política colonial, es todo aquello que se dice y se hace sobre el Oriente, cosa que incluye los cambios ocurridos en el «texto» oriental —llamemos así a este conjunto de conocimientos—, así como todas las decisiones políticas activadas desde el pensamiento orientalista. Dicho de otro modo, es la puesta en escena del orientalismo latente.

El orientalismo surge en el siglo XIX como una necesidad del poder colonial. Los primeros orientalistas fueron académicos preocupados por traducir la literatura —en todo el sentido de la palabra— oriental al inglés, pues ninguna empresa colonial conocería el éxito si ésta no implicaba el conocimiento de los conquistados. Conocimiento y poder, de la mano, fueron dos herramientas centrales en el sojuzgamiento de Oriente (pasivo, estudiado, observado, conquistado) por Occidente (activo, estudioso, observador, conquistador).

El Oriente en sí mismo fue una construcción muy significativa. El Oriente es una región muy vasta en la que proliferan culturas y países, en este mapa, huelga decirlo, se encuentran tanto la mayor parte del Asia como el Medio Oriente. El problema está en que este pensamiento orientalista temprano no se detiene en matices ni distinciones y se vanagloria de un logro dudoso: haber llegado al estudio de Oriente como un todo, cuando en realidad se tomó por esencial una imagen estereotipada, que va desde el atraso cultural hasta la inferioridad biológica de quienes habitaban esta parte del planeta, en una descripción fundada, sobre todo, en términos de dominación y sexualidad. Este discurso es puesto en relación directa con el programa colonizador a través de nociones de poder y superioridad, cuya formulación, siguiendo a Said, tiene sentido al haber facilitado la colonización, práctica que se ha perpetuado en un sinnúmero de discursos y políticas, como muchas de las que rodean al conflicto con Iraq y al problema palestino.

Contemporáneamente, la práctica del orientalismo no ha dejado de ser un problema central en la crítica del poder y la ideología colonial. Tampoco ha abandonado el lugar que ocupa esta estrategia cada vez que Occidente pretende describir, pontificando, el mundo árabe. Las descripciones del árabe como fanático, irracional, enemigo de Occidente, deshonesto y mentiroso, entre tantas virtudes, ha evolucionado de alguna manera pues estas nociones tienen hoy un soporte institucional más fuerte, creado por los propios orientalistas. Estas ideas «prototípicas» tienen plena vigencia y sustentan la ideología y la política desarrolladas por Occidente en Oriente. El sistema orientalista, que comenzó en el mundo académico, tiene también hoy asiento asegurado en las instituciones del Estado occidental. Por lo tanto, el lugar de enunciación al escribir sobre el mundo árabe desde el orientalismo es la autoridad de la nación, ya no la mera afirmación de un conjunto de ideas estridentes y bastante alejadas de la realidad. Sugiere Said, no sin ironía, que si se tratara de simple propaganda política este sistema sería menos desagradable, ya que ésta no requiere ni la ética, ni la responsabilidad, ni la objetividad, y mucho menos la imparcialidad que debe observar todo historiador o analista riguroso.

La tragedia del 11 de setiembre y la guerra y posterior invasión de Iraq han vuelto a poner sobre el tapete la médula del discurso orientalista. Solo que ya no hay asomo de rasgo benigno. Si parte de la producción pictórica europea del XIX ponía el acento en la sensualidad y otros atributos eróticos de los personajes árabes allí representados, o novelas como Salambó, de Flaubert, insistían en una exotización radical y extrema del Oriente, hoy el discurso de Bush o la metodología informativa de cadenas como Fox o CNN insisten en el modelo de los prototipos, en esas burdas generalizaciones sobre el mundo árabe que poco o nada tienen que ver con la realidad empírica y contingente de ese mundo. El discurso orientalista actual, como el de antaño, es miope e incapaz de distinguir el blanco del negro: todos son fanáticos, todos son terroristas, todos son peligrosos. Las guerras, pues, no se ganan solamente con prepotencia y armas de fuego; se ganan también con estrategias textuales y discursivas que, como las del orientalismo contemporáneo, han decidido de sopetón que no hay más verdad que la occidental, escribiendo así un nuevo y triste capítulo de la taimada experiencia imperial.