Jack Straw ha desatado una tormenta de prejuicios y ha intensificado la división




por Madeleine Bunting
Columnista de The Guardian y de The Catholic Weekly



Ha sido realmente asombroso: la respuesta emocional de un hombre al niqab –el velo musulmán que cubre todo menos los ojos– se ha convertido en una bola de nieve que ha terminado en un choque de culturas titánico, en el que los comentaristas opinan sobre cómo los musulmanes “están rechazando los valores de la democracia liberal”.

Jack Straw se siente incómodo, y en cuestión de horas, su incomodidad es analizada en los boletines de noticias y en los sitios web en términos de una demanda inquisitorial: “¿quieren integrarse en este país los musulmanes?”. ¿Cómo se ha convertido el “me siento…” de Straw en algo de tales proporciones?

Las confusiones y los juegos de manos han sido numerosos, y es difícil saber por dónde empezar a deshacer este bendito revoltijo. Comencemos por su contenido religioso, porque es un elemento que ha quedado fuera del furor. Hay dos concepciones distintas en el hecho de llevar el niqab en este país. Un grupo lleva el niqab por tradición cultural. A menudo se trata de emigrantes relativamente recientes, de Somalia o del Yemen por ejemplo, y hay que señalar que no se entiende como un “símbolo de opresión” sino como un símbolo de prestigio social.

El segundo grupo comprende el pequeño pero ligeramente creciente número de mujeres jóvenes que lo llevan como un signo de su intensa religiosidad. Esto último me trae a la memoria cuando fui llevada por mi madre de niña a visitar el convento de las Pobres Clarisas en York. Les dimos limosna a aquellas empobrecidas mujeres que habían elegido la completa segregación del mundo como una parte de su estricta disciplina espiritual. Hablamos con la amable y cordial madre superiora a través de una rejilla que simbolizaba su retiro del mundo. Nadie acusó nunca a estas monjas de “estar rechazando los valores de la democracia liberal” –aunque fueran en su tiempo correligionarias de los terroristas del IRA.

El tema es que en todas las tradiciones religiosas hay corrientes que enfatizan las influencias corruptoras del mundo y cómo uno puede mantenerlas a distancia. El catolicismo y la tradición monástica del budismo lo interpretan de una determinada forma. El Islam salafista lo interpreta en claves de vestimenta y de comportamiento en lugares públicos. ¿Desde cuándo la Gran Bretaña secular se ha vuelto tan intolerante que no puede encajar –nadie les está pidiendo que les guste– a estas pequeñas minorías de religiosidad puritana?

Pero la parte más importante del embrollo es por qué Straw se sintió con derecho a destacar su respuesta emocional sin cuestionársela más profundamente. “Confort” es una desastrosa nueva medida para las interacciones en una sociedad diversa. Yo tengo una larga lista de cosas que no me hacen sentirme confortable. ¿Esto me da derecho a hacerles exigencias a los otros? Por ejemplo encuentro difícil hablar a la gente ciega porque confío en el contacto visual. Del mismo modo, las gafas oscuras son incómodas. Y reconozco que a menudo renuncio a seguir conversaciones con gente dura de oído.

Entonces olvida el “confort” y acepta el punto de partida para cualquier tipo de tolerancia: que no es un asunto fácil, que requiere imaginación, que exige cosas de nosotros. Aprende nuevas formas de comunicación y tu mundo se expandirá.

Este debate sobre el niqab es el reverso de otro debate paralelo (llevado a cabo por mujeres) sobre la hiper-sexualización de otro sector de las mujeres que viste muy provocativamente (no hay hombres quejándose aquí). Uno de los impulsos para las mujeres que eligen tomar el niqab es lo altamente sexualizado que se ha convertido el espacio público en este país. ¿Cómo puedes manifestar tu rechazo –incluso repulsión– a lo que consideras medio pornografía?

Un aspecto que merece la pena considerar es que una minoría de mujeres jóvenes siente tal repulsión por la oferta de feminidad en Gran Bretaña –rápido ascenso del abuso de alcohol, enfermedades de transmisión sexual en alza– que podría buscar una opción tan drástica como el niqab.

Y éste es el aspecto más dañino de la intervención que se ha permitido hacer Straw: el niqab es una opción drástica, y una opción que muchas mujeres musulmanas rechazan. Es la respuesta a una minoría que siente que está viviendo en un clima hostil. Los comentarios de Straw han desatado una tormenta de prejuicios que sólo exacerba las tendencias que llevan a algunos musulmanes a retroceder. Minan los esfuerzos dentro de la comunidad musulmana para construir más autoconfianza, para animar a las comunidades más cerradas a abrirse. Estos comentarios han convertido la situación de un minúsculo grupo de mujeres, que es a menudo el más temeroso, en un problema nacional –incluso diciendo que son una barrera para la integración satisfactoria.

Esto es peligroso y absurdo. Hay barreras muchísimo más importantes para la integración satisfactoria. Dos tercios de los niños de las familias de origen paquistaní y bangladeshí están creciendo en la pobreza. Más del 20 % de los jóvenes musulmanes entre 16 y 24 años está en paro. En muchas zonas el deseo de integrarse de los musulmanes de segunda generación es bloqueado por la “desbandada blanca” de los barrios, y por el uso, por parte de las familias blancas, del derecho paterno a elegir la educación para evitar colegios con un alto número de alumnos asiáticos. Aparecen comunidades con confianza, que se entienden bien, cuando es posible encontrar entendimiento, oportunidades y compromiso. Tenemos que preguntarnos qué es lo que hemos suministrado nosotros.

Los comentarios de Straw sobre el niqab han trepado hasta la afirmación, completamente falsa, de que los musulmanes en realidad no quieren integrarse. Los reportajes televisivos han rebosado de lugares monoculturales. El marco de “vidas paralelas” que Ted Cantle creó en su reportaje de los disturbios de Bradford de 2001 se ha transformado en un problema que se ha dejado a la puerta de una pequeña minoría empobrecida y marginalizada. Esto es algo muy feo.

Y también hay otra cosa igualmente fea aquí. Muchos musulmanes se han sorprendido por los comentarios de Straw dada su larga relación con la comunidad en su circunscripción. Ha habido especulaciones sobre sus ambiciones políticas. Pero el aspecto que me intriga es cómo Straw ha elevado esta cuestión a un asunto de primer orden nacional. En un artículo sobre Tony Crosland en el New Stateman del mes pasado, Straw se refería a la creencia del pensador laborista de que las clases eran las grandes líneas divisorias de la sociedad, y añadía que, ahora, la división es por la “religión”.

Obviamente Straw quería decir el Islam. Nadie está excesivamente preocupado por el reducido número de anglicanos o de católicos. Le viene muy bien al Nuevo Laborismo lo de ocultar la división de clases, en cuanto se han mostrado indisciplinadas y la movilidad social se ha detenido en seco. En su lugar, se traza una divisoria entre una minoría musulmana y la gran mayoría de los no musulmanes. Esto tiene eco –como lo demuestra la respuesta pública a Straw– pero es profundamente erróneo.

La tarea de un líder político en esta coyuntura histórica es señalar nuestras complacencias y prejuicios, abrir nuestros ojos para reconocer cuántas cosas tenemos en común; cuántas cosas del Islam podemos apreciar y admirar los no musulmanes. Cuánto puede contribuir el Islam a solucionar los grandes problemas a los que nos enfrentamos hoy. No deberíamos acosar a esas nerviosas o piadosas mujeres en sus niqabs. Su elección de cómo vestirse es completamente irrelevante. Guardaos, dijo Freud sabiamente, del narcisismo de las pequeñas diferencias.


Fuente: The Guardian
Traducción Observatorio de la Islamofobia