Los dos extremos del velo



por Jorge Urdánoz


En el tema del velo se entrecruzan a mi juicio malentendidos considerables, como refleja el hecho de que su prohibición se defienda desde dos extremos que nada tienen que ver entre sí. El primero es cierto progresismo bienintencionado pero mal enfocado que ve en el velo un atentado contra dos de sus principales pilares ideológicos: el feminismo y el laicismo. Que el velo es machista es en muchos casos absolutamente cierto. Pero prohibirlo enarbolando esa razón resulta en buena medida inconsistente. La lucha de las mujeres por su liberación ha sido uno de los acontecimientos más fructíferos y liberadores de la modernidad, pero lo ha sido así porque fueron ellas las que encabezaron la lucha: ellas fueron las protagonistas, como ahora lo han de ser las musulmanas. Luchar contra el machismo mediante un paternalismo estatal que decide por la mujer e impide que sea la mujer la que decida por sí misma es contraproducente. Supone retirar de la cabeza de las chicas el mero velo externo, sí, pero al presumible precio de mantener incólume el velo interno, que es el que principalmente hemos (han) de combatir: el machismo son ante todo ideas y representaciones mentales, y sólo secundariamente ropas, hábitos y servidumbres.

Se esgrime además el ideal del laicismo, cuya consecución algunos vemos, ay, todavía sin culminar del todo en nuestro país. El laicismo persigue que el Estado se mantenga estrictamente neutral en materia religiosa, pero su maravilloso potencial civilizador radica en que así, precisamente, garantiza a todos y cada uno de los individuos el libre ejercicio de sus creencias. El laicismo es un ideal que tiene que ver con lo público (la educación), no con lo privado (el velo). No son admisibles interferencias religiosas en lo que las aulas tienen de público, de común: no puede haber un crucifijo en la pared de una escuela pública, porque ese crucifijo lo ven todos, y no todos son cristianos. No puede ocurrir que el temario de una asignatura pública oriente a los chicos hacia una confesión, la que sea, pues no todos la compartirán. El aula y el temario son públicos, y por tanto han de permanecer neutrales.

Pero los alumnos y los profesores son obviamente privados, lo más privado que se puede imaginar: son individuos. Y el laicismo es un ideal de convivencia justamente porque permite que los distintos individuos alberguen privadamente sus creencias y su religión. No creo que haya nada en el laicismo que impida el velo, de la misma manera que nada hay en él que impida medallas o estampas católicas: ésa es una esfera privada que el laicismo, precisamente, garantiza. El velo sólo podría prohibirse si dañara a los otros o interfiriera en su libertad, lo que desde luego no es el caso.

El segundo de los extremos que aboga por la prohibición es cierta islamofobia más o menos consciente que se alimenta, cada vez con más fuerza, desde sectores conservadores. Son los partidarios del «choque de civilizaciones», con su insistencia maniquea en que el Islam es una religión atrasada, fundamentalista e incompatible con la democracia. Sus razones adolecen de una frivolidad que asusta: son los propios pueblos musulmanes los que echan por tierra el diagnóstico, ya que lo que mayoritariamente desean, según todas las encuestas, son derechos humanos y democracia. ¿Cómo va entonces a ser incompatible la democracia que anhelan con la fe que albergan? ¿Por qué no empezamos a escucharles directamente a ellos, y no a las dictaduras que los someten ni a los occidentales que nos dicen cómo son? ¿Y por qué permitimos que nos hablen de los inmigrantes en términos de «ellos», cuando son tan navarros y tan «nosotros» como el que más? ¿No acariciamos acaso cierto nacionalismo etnicista, el mismo que detestamos cuando lo enarbolan otros, si no tenemos claro esto último?

Leo que un instituto navarro – en el que rige la norma de no llevar gorras, pañuelos o viseras – solicitó que el Ministerio aclare qué hacer con las chicas que opten por llevar velo. Escribo esto en una biblioteca de Nueva York, al lado de un chico judío: lo sé porque lleva la «kipá» en la cabeza.

Depende de lo que decida el Ministerio, a lo mejor le tendría que decir a ese chico judío, o a un Sij que dos filas más adelante luce su turbante, que en mi país les hubiéramos prohibido la entrada en la escuela pública. A ellos y a cualquier monja católica, claro. Y no sabría explicarles si es porque en España somos muy progres o muy carcas. Lo que sí tendría claro es que yo, personalmente, no encuentro ninguna razón de peso para una medida extrema que genera un problema infinitamente mayor que el que pretende solucionar.

Jorge Urdánoz Ganuza es Doctor en filosofía y Visiting Scholar en la Universidad de Columbia en Nueva York.

Fuente: Diario de Navarra, 14 de mayo de 2007