A propósito de la islamofobia



por Alain Gresh


Publicamos algunos fragmentos de este extenso ensayo, que apareció en 2004 [versión completa en francés aquí]. El autor es redactor-jefe de Le Monde Diplomatique.

La utilización de la palabra “islamofobia” ha suscitado un legítimo debate, que merece ser profundizado. ¿Es este término el mejor para dar cuenta de ciertos fenómenos que conocemos en Francia, y más ampliamente en el mundo occidental?

Una anotación semántica previa. “Fobia” viene de la palabra griega fobos que significa huida (debida al pánico), y de aquí pavor, miedo intenso e irracional. Es este carácter “irracional” lo que subraya el término “islamofobia”, y no una crítica racional.

Primer argumento esgrimido contra su empleo: llevaría a prohibir cualquier crítica al Islam como religión. Sin embargo cuando la prensa o ciertos intelectuales denuncian la “judeofobia”, nadie piensa que se trate por ello de un rechazo de la crítica de la religión judía; al contrario, para algunos, define mejor que el antisemitismo ciertas formas nuevas de odio a los judíos. Si puede ser cierto que algunos musulmanes pueden agitar la islamofobia para rechazar cualquier crítica del Islam, esto no debería desalentarnos: la judeofobia o el antisemitismo se utilizan también por parte de algunos para prohibir toda crítica de la política israelí. ¿Habría que rechazar entonces el uso de estas palabras?

Cada cual tiene derecho, en Francia, a criticar las religiones. Incluso la blasfemia está autorizada. Durante los últimos meses han brotado las referencias a Voltaire, y es verdad que forma parte de la herencia cultural francesa. Pero cuando él atacaba a la Iglesia católica asumía riesgos serios enfrentándose a una potencia temporal y espiritual omnipresente; atacar al Islam en nuestras sociedades no comporta peligro alguno, si no es el de adquirir una notoriedad fácil.

Algunos publicistas se indignan: ¡se tendría el derecho a criticar al Papa y el Islam quedaría fuera de todo juicio! Pero ¿es esto verdad? Por supuesto, pueden encontrarse caricaturas insultantes del Papa, pero ¿la imagen global que se extrae del personaje es verdaderamente negativa? Recientemente se ha celebrado el vigésimo quinto aniversario del pontificado de Juan Pablo II y los elogios han sido ampliamente dominantes, sin embargo en los mismos días un documental de la BBC revelaba que enviados especiales del Vaticano en África explicaban a las poblaciones ¡que el preservativo no protegía contra el sida! Imaginemos por un momento lo contrario: un alto dignatario musulmán que envía emisarios para mantener el mismo discurso; ¿se podría imaginar por un instante que los medios de comunicación franceses darían de este personaje, independientemente de este hecho, una imagen positiva?

Sea como sea, lo repito, el derecho de criticar a las religiones es imprescriptible. Y cada panfleto hostil al Islam no es necesariamente “islamófobo”. Entonces, para evitar cualquier ambigüedad, ¿no sería mejor preferir el término de “racismo” (anti-árabe o anti-magrebí) al de “islamofobia”?

Hay que volver un momento sobre los orígenes de la palabra “islamofobia”. Una búsqueda en las bases de Le Monde indica que este diario ha usado dos veces el término entre el primero de enero de 1987 y el 10 de septiembre de 2001: una en 1994, otra en febrero de 2001. Soheib Bencheikh, presentado a menudo como el portavoz de un Islam liberal, la utiliza como título de un capítulo en Marianne et le Prophète; escribe que el Islam suscita en Francia “un sentimiento de rechazo casi unánime, implícito en los discursos, y bastante categórico en el imaginario colectivo de los franceses”. Si se consulta la base de Le Monde Diplomatique antes de septiembre de 2001, el término se utilizó dos veces: una en un reportaje sobre Marsella (julio de 1997) que retoma las citas de Soheib Bencheikh, y la otra por Tariq Ramadan (abril de 1998), que cita el estudio encargado en Gran Bretaña por la Runnymede Trust en 1997, dirigido por el profesor Gordon Conway, Islamophobia: Fact, not fiction, [Islamofobia: Hechos, no ficción] octubre de 1997. La afirmación de Carolina Fourest y de Fiammetta Venner en Tirs Croisés [Tiros cruzados] de que la palabra habría sido inventada por los “mulás” para ir contra las críticas al régimen iraní, no se apoya en ninguna fuente precisa; y su libro es tan vago en sus referencias y citas, que no podría confiarse en su afirmación –por otro lado el término es ya utilizado en un texto de 1925, cuyos autores hablan de un “ataque de delirio islamófobo”.

Sea como sea, el término “islamofobia”, utilizado muy puntualmente hasta el 11 de septiembre de 2001, se ha convertido en una palabra de uso corriente, no sólo en Francia si no también en los Estados Unidos y en todos los países europeos. Parece que entonces responde a una coyuntura nueva.

Hay que distinguir dos niveles: el mundial y el de Francia. El primero nos conduce a asomarnos a la política americana, tal como se desarrolla desde el 11 de septiembre de 2001. Hasta entonces estaba marcada por una actitud ambigua: una política anti-árabe y pro-israelí; una alianza con cierto número de grupos islamistas y Arabia Saudí en la lucha contra la URSS y el comunismo, incluso cuando la revolución iraní creó una cierta inquietud. El tema de la “amenaza islámica” se limitaba a ciertos círculos de intelectuales, cercanos a las tesis del gobierno israelí.

Después del 11 de septiembre esta visión se convirtió en la de la administración Bush: Occidente está confrontado a un nuevo enemigo, tan peligroso como lo fueron en su tiempo el nazismo o el comunismo. Brotan entonces obras sobre la III Guerra mundial, en el momento mismo en que la administración Bush ponía en práctica una estrategia militar y política de intervención y de hegemonía. Sin desarrollar una argumentación detallada, hagamos dos observaciones sobre esta comparación:

La “amenaza soviética” fue ampliamente hinchada en los años 80 por la administración Reagan y por ciertos intelectuales; la emisión en la cadena FR3 el 18 de abril de 1985 de “La guerre en face” [La guerra de cara], con Yves Montand, según un guión de Jean-Claude Guillebaud y Laurent Joffrin, hacía creer, sin bromas, en una invasión del oeste del continente. ¿Cuántos intelectuales franceses apoyaron a los muyahidin afganos, sin ningún posicionamiento crítico (concretamente sobre la cuestión de su visión del Islam), en nombre de la lucha contra la “amenaza soviética”?

Esta visión de un “peligro mundial” –que mete en el mismo saco la lucha en Chechenia, la de Palestina y a Al-Qaida– se acompaña en Francia de ciertas particularidades debidas a la vez a la historia colonial y a la presencia de numerosos inmigrantes venidos concretamente de África del norte. La visión del Islam ha sido siempre negativa durante el periodo colonial y las aseveraciones abiertamente racistas han sido moneda corriente. La resistencia de los argelinos a la penetración colonial –y específicamente el rechazo a convertirse (como en Cochinchina o en África negra)– se interpretaron como una prueba de “fanatismo”. En Argelia se dividió a la población entre franceses de origen y franceses musulmanes, siendo estos últimos nacionales pero no ciudadanos. El acceso de Argelia a la independencia y el fin del imperio colonial francés provocaron algunos cambios. Los inmigrantes, designados primero como “norteafricanos” y después como “árabes”, han vivido un racismo cotidiano y los ataques de la extrema derecha. El lugar asignado al Islam en estas campañas tendía a disminuir, aunque algunos libros intentaban reavivar este tema: Le radeau de la Méduse [La balsa de la Medusa], de Jean-Pierre Péroncel-Hugoz (1982) y De l’islam en general et du monde moderne en particulier [Del Islam en general y del mundo moderno en particular], de Jean-Claude Barreau (1991).

El ascenso del Frente Nacional y la competencia entre éste y la derecha en los años 80 endurecerá de nuevo ciertos discursos, como el de Jacques Chirac hablando de los “olores”. Al mismo tiempo, el racismo se parapeta cada vez más detrás de las “diferencias” culturales o religiosas, que pondrían en peligro la identidad de Francia. Desde finales de los años 80, específicamente con el primer caso del pañuelo, emerge el argumento según el cual el obstáculo a la integración sería religioso y cultural: es el Islam, en su esencia misma hostil al laicismo y a la democracia, el que crearía un obstáculo a la asimilación de los inmigrados.

Es lo que explica, por ejemplo, Claude Imbert, director del Point, según el cual se habrían alcanzado “los límites de la tolerancia”:

“Los franceses nunca han temido a la inmigración [afirmación que contradice toda la historia del siglo XX], porque siempre han conseguido integrarla. Pero, con más de tres millones de musulmanes, ven ahora que la magia del crisol nacional no funciona como lo hizo antaño con los polacos, italianos, españoles o portugueses. La nueva dificultad no es en absoluto racial: es cultural, religiosa, y concierne al Islam.”

Y nos aclara mediante “algunas verdades” que: el Islam es “propenso a mezclar lo espiritual y lo temporal”, y que “ha desarrollado en algunas de sus tradiciones un fanatismo abominable”. Ni una palabra sobre el paro o el racismo que golpea a los jóvenes de origen magrebí, sino ciertas argumentaciones esencialistas sobre el Islam, que se convertirán en uno de los temas favoritos del director del Point en el transcurso de los años siguientes: el Islam es incompatible con “nuestras” libertades, con “nuestras” sociedades, con la democracia. Es comprensible así que este autor se considere a sí mismo primero como “un poco islamófobo”, y luego islamófobo a secas.

Se ve así afirmarse una visión esencialista del Islam político: éste sería monolítico y se resumiría en la aplicación de la sharia, ninguna diferencia se hace entre las diversas corrientes, calificadas todas de “integristas” para desacreditarlas, pero sin que se pueda saber exactamente qué encubre este término. Así se mete en el mismo saco a Hamas y a Al-Qaida, a los Hermanos Musulmanes egipcios y a la Yihad, a la insurrección chechena y al partido Islah del Yemen. En Francia se confunde alegremente a la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia (UOIF) –ésta misma dividida en múltiples corrientes y tendencias– con el Colectivo de los Musulmanes de Francia y con los grupos salafistas. Mientras nosotros reconocemos que, en nombre del cristianismo, se han formado corrientes tan diversas como la teología de la liberación y el Opus Dei, nos mantenemos ciegos ante las divergencias entre las organizaciones islámicas: del Corán “se deduciría” una sola política, una sola visión del mundo. Se refuerza entre la opinión pública la idea de una amenaza omnipresente a la democracia (con un componente internacional) y al laicismo, reforzada por la existencia de una “quinta columna” de masas constituida por los musulmanes. Nadie ha advertido esta afirmación de Jean-François Revel, en su libro L’obsession anti-américaine [La obsesión antiamericana]. Este autor se felicita del hecho de que George W. Bush y varios dirigentes europeos se dirigieran a las mezquitas después del 11 de septiembre, para evitar especialmente en los Estados Unidos que los arabo-americanos se convirtiesen en blancos de “represalias indignas”. Y afirma:

“Este escrúpulo democrático honra a los americanos y a los europeos, pero no debe cegarlos frente el odio hacia Occidente de la mayoría de los musulmanes que viven entre nosotros.”

Es esta nueva máscara del viejo fondo del racismo anti-árabe y anti-magrebí, conjugada con la idea de una “amenaza internacional”, lo que recubre el término “islamofobia”. En un texto que critica el uso de esta palabra, la Licra afirma:

“No es seguro, por no decir poco probable, que haya un rechazo [en Francia] al Islam, sino más bien un rechazo de las prácticas integristas (…). La aceptación de los musulmanes y del culto musulmán progresa de forma clara.”

Pero se podría decir otro tanto del judaísmo: todos los sondeos lo demuestran, la judeofobia está en retroceso entre la opinión pública. ¿Hay entonces que renunciar a tomar en consideración los actos, muy reales, de hostilidad a los judíos, incluso aunque sean la expresión de una minoría? Para los musulmanes, el rechazo, aunque sea en retroceso, es mucho más amplio. El artículo mismo de la Licra reconoce que los adjetivos sobre el Islam con connotaciones negativas “siguen siendo mayoritarios”, según una encuesta del IFOP hecha después del 11 de septiembre de 2001. Y expresiones de hostilidad contra el Islam se expresan más libremente en los medios de comunicación, pero también en la calle, en numerosas agresiones. Es significativo que después del debate sobre el pañuelo en la escuela, los casos de musulmanes agredidos o discriminados por razón de su religión se hayan multiplicado.

Es evidente que hay una intersección entre racismo anti-magrebí e islamofobia, sin duda reforzada por la visibilidad de una parte de la generación joven, que se afirma musulmana en el ámbito público y que ya no intenta pasar desapercibida. Se desarrolla así un nuevo racismo anti-árabe, llevado a cabo por una parte de los intelectuales y de los medios de comunicación, y que se camufla bajo la bandera de la lucha contra el Islam. Sin hablar de la conjunción entre una parte de la derecha extrema y de la extrema derecha judía que se ha producido en el terreno del odio hacia los musulmanes, como lo demuestra la trayectoria de un Alexandre del Valle o los sitios internet denunciados por un informe del MRAP. Estos “nuevos hábitos del racismo” se inscriben en una visión del mundo marcada por el “choque de civilizaciones”, por la guerra que se habría desatado entre la civilización y la barbarie. De este modo, una obra que ha marcado las opiniones en Francia y ha recibido un elogio casi unánime Les territoires perdus de la République [Los territorios perdidos de la República], desarrolla una visión de este tipo, de la que se hace eco Emmanuel Brenner, su coordinador:

“Evocar un conflicto de valores es hoy arriesgarse a verse catalogado de partidario de las tesis de Samuel Huntington y de su “choque de civilizaciones”. Negarse a ver y a nombrar un peligro nunca lo ha hecho retroceder. Sólo lo ha exacerbado.”

Esta perspectiva no es sólo ni principalmente francesa –incluso si tiene en nuestro país una dimensión propia ligada a la historia colonial, sobre la que habría que volver más en extenso (también en Argelia “nosotros” quisimos “liberar a las mujeres” quitándoles el pañuelo). Es parte también de Estados Unidos y sirve de marco de pensamiento a la administración Bush. Ella permite inscribir cada hecho aislado dentro de una visión apocalíptica: un musulmán que realiza sus cinco salat y lleva barba es “un integrista”; tanto un atentado de Hamas como el que una chica lleve su pañuelo forman parte de una estrategia planetaria. El término de islamofobia da cuenta de un fenómeno internacional.

Ningún término, por muy preciso que sea, puede definir una realidad compleja. Pero “islamofobia” me parece el que mejor encaja, con las restricciones que he definido al comienzo de este texto. No se trata de un uso “exclusivo” –los términos “racismo”, “discriminación”, etc., desgraciadamente permanecen también de actualidad.


Fuente:

Les Mots Sont Importants

Traducción Observatorio de la Islamofobia