La islamofobia bajo pretexto de la libertad de expresión


por Soumaya Ghannoushi


Investigadora en Historia de las ideas
School of Oriental and African Studies, Universidad de Londres



Los humanos heredan sus prejuicios, del mismo modo que heredan sus lenguas. Europa ha heredado una enorme cantidad de prejuicios en relación a los musulmanes, prejuicios elaborados en el transcurso de muchos siglos de confrontación con la civilización musulmana. La memoria colectiva medieval cristiana ha sido reciclada, purgada de su escatología, e incorporada a una retórica moderna secular que, actualmente, nadie pone en cuestión.

Las caricaturas del profeta Muhammad, que primero se publicaron en el periódico danés Jyllands Posten y luego fueron reproducidas en diversos diarios europeos, mostraron la sima que separa los mundos occidentales y musulmanes.

Las caricaturas y las reacciones que produjeron en el hemisferio musulmán simbolizan para algunos la confrontación entre dos sistemas de valores irreconciliables, uno fundado sobre la era de las luces, el otro aferrado a dogmas religiosos.

Estas explicaciones simplistas habrían sido mejor aceptadas si la mayoría de quienes las profesan hubieran hecho oír su voz denunciando el asalto continuo a la libertad de expresión en las sociedades occidentales en nombre de la “guerra contra el terrorismo”. La realidad de la controversia sobre la libertad de expresión y sus límites es un síntoma de una crisis infinitamente mucho más profunda que atañe a las relaciones entre Occidente, Europa y el Atlántico, y el vasto mundo musulmán de Tánger a Yakarta.

Nada ocurre por casualidad. Dado que somos seres pertenecientes a la historia, no podemos ser separados de nuestra tradición hermenéutica y de nuestra condición histórica. Sólo en referencia a estos contextos pueden comprenderse nuestras acciones. Toda explicación de la crisis suscitada por las caricaturas que no tenga en cuenta la atmósfera explosiva existente en el mundo tras el 11 de septiembre y el ascenso de las derechas en Europa y en Estados Unidos, no puede ser sino superficial.

El Islam, que permanecía ignorado durante la Guerra fría y la obsesión de la amenaza comunista, ha pasado ahora al primer plano, encontrándose en el centro del interés general. No es por azar que las caricaturas fueran publicadas en Dinamarca en un periódico de derechas y bajo un gobierno de derechas, y después reproducidas en países conocidos por su hostilidad a las minorías musulmanas y opuestos a la diversidad cultural y racial de las actuales sociedades europeas.

La reacción tan apasionada respecto a las caricaturas no debería sorprender a nadie que haya seguido de cerca los acontecimientos en el mundo musulmán. Para los musulmanes, las caricaturas hicieron resurgir las escenas de los bulldozers israelíes demoliendo las casas palestinas en Yenin, la invasión de Afganistán, la caída de Bagdad, los terrores de Abu Ghraib y las humillaciones de Guantánamo.

La arrogancia cultural se añadió a la agresividad política. Los musulmanes se han habituado al torrente de imágenes terroríficas que se asocian con ellos y el Islam: las prácticas más horribles de violencia y crueldad, de fanatismo y de opresión. Cuando se trata del Islam, todas las fronteras y límites pueden ser traspasados. Lo inaceptable se vuelve completamente aceptable, correcto y respetable.

La verdad es que hoy el racismo, la intolerancia, la xenofobia y el odio al otro se esconden tras la fachada sublime de la libertad de expresión, de la defensa de “nuestros” valores y la protección de “nuestra” sociedad contra una “agresión extranjera”.

No seamos cándidos ante esta retórica sobre el liberalismo y la libertad de palabra. Las caricaturas danesas no tienen nada que ver con la libertad de expresión, sino que están completamente vinculadas con el odio al otro en una Europa confrontada a sus minorías musulmanas crecientes, incapaz de aceptarlas.

Muhammad, que fue descrito en las leyendas medievales europeas como un guerrero sediento de sangre, con una espada en una mano y un Corán en la otra, aparecía ahora blandiendo bombas y fusiles. Pocas cosas han cambiado en la conciencia occidental relativa al Islam.

El mundo medieval europeo estuvo lleno de historias hostiles, de cuentos populares, poemas y sermones sobre Muhammad, donde se daba rienda suelta a la imaginación. Sobre Muhammad se podía afirmar de todo, puesto que como escribió el cronista del siglo XI Gilbert de Nogent: “se puede decir con seguridad que es un hombre malo, cuya maldad trasciende y sobrepasa todo lo malo que se pueda decir sobre él” (Dei gesta per Francos, 1011).

Igual que en las caricaturas danesas, aparecía como un hombre torvo que utilizaba el vicio y la promesa de un paraíso con numerosas vírgenes para seducir a hombres como él para que le siguieran. Su trayectoria estaba desprovista de virtudes. Su vasto “imperio” fue construido masacrando y extendiendo la sangre.

En las canciones de gesta populares, escritas entre los siglos XI y XIV, en el cénit de las cruzadas, y reflejando sentimientos y creencias ampliamente aceptados, Muhammad y sus discípulos, los “sarracenos”, son descritos en los términos más grotescos.

Considerados criaturas de Satán, son pintados con enormes narices y orejas, negros como la tinta, sólo blancos los dientes, con ojos ardientes como el carbón, con dientes como los de las serpientes, algunos con cuernos como de ciervos.

El Islam no podía ser observado con la misma curiosidad indiferente que las culturas lejanas de la India o de China. El Islam siempre ha sido un elemento de primer orden en la historia de Europa.

Como ha escrito el historiador Richard Southern, el Islam ha representado para el reino cristiano el problema más grande, un potente desafío cultural y militar, deslumbrante por su poder, su riqueza, su saber y su civilización.

En el corazón de Europa, su vecino pobre del norte, provocó toda una gama de emociones, desde la fascinación al miedo y al resentimiento. Cuando en el siglo XII los escritores europeos comenzaron a dilucidar qué quería decir ser europeo, se encontraron ante un Islam poderoso que ni querían ni podían comprender.

El Islam formaba parte integrante de la noción de identidad europea. El encuentro con el otro, el musulmán, fue fundamental para la formulación de la posición occidental, especialmente en los siglos que empiezan con las cruzadas y culminan con el desmembramiento de Imperio Otomano.

En la atmósfera extendida tras el 11 de septiembre, con sus ataques “preventivos”, sus intervenciones militares crecientes y sus partidos de derechas más y más potentes, se ha desenterrado el arsenal medieval de fantasías y de estereotipos sobre el Islam y los musulmanes, con todos los demonios y los anticristos de las leyendas medievales y de las polémicas.

Su visión siniestra del Islam y de los musulmanes no ha cambiado. Ésta ha sobrevivido en un discurso de circuito cerrado esencialista, centrado sobre el mito de la identidad pura, enfrentándose permanentemente a un “otro”, el musulmán imaginario, deshumanizado y demonizado.

En el pasado como en el presente, la religión, la cultura y la política del miedo se ponen al servicio de los grandes juegos de dominación y de control. No os confundáis: es un conflicto político el que habla la lengua de la cultura y de la religión. El conflicto no es entre “nosotros” y “ellos”, no es entre culturas y civilizaciones, sino que está en el interior del mismo frente cultural y político. La batalla que debe ser librada es una batalla contra la intolerancia, el odio, el mito de la superioridad cultural y la voluntad de hegemonía sobre el otro.


Fuente: Planete Non Violence
Traducción Observatorio de la Islamofobia