Estereotipos de ayer y de hoy

La homogeneización de la imagen del moro en la comedia de Lope de Vega


por David Gómez Torres

Associate Professor of Spanish
Department of Foreign Languages and
Literatures
University
of Wisconsin



Aunque este ensayo tiene como objetivo considerar la representación del moro en las comedias de Lope de Vega en un momento histórico conflictivo que nos queda en cierta medida lejano, las circunstancias políticas actuales parecen haber propiciado de nuevo un desencuentro entre el mundo cristiano y el mundo musulmán y un surgimiento o resurgimiento de ciertas actitudes que se consideraban, al menos en la superficie, pertenecientes al pasado [1].

Las relaciones entre el occidente cristiano, especialmente los países ricos, y el mundo musulmán parecen estar atravesando una crisis en varios campos, pero que los ciudadanos occidentales perciben especialmente de forma aguda a través de sus medios de comunicación en las áreas de inmigración y terrorismo. Uso los verbos parecer y percibir porque la inmensa mayoría de los individuos de estas sociedades no experimenta de forma personal tales crisis, pero las vive como propias a través de los medios audiovisuales y, en menor medida, de los escritos. Creo que un papel similar al de los modernos medios de comunicación, pero obviamente más modesto en cuanto a su alcance, puede atribuirse al teatro del Barroco por su carácter masivo y puede ser objeto de estudio en tanto que puede verse como una especie de caja de resonancia de las preocupaciones de esa época. Y una de las preocupaciones de los europeos en general, y de los españoles en particular, era la percepción de amenaza constante por parte de lo que llamaré aquí, simplificando, el mundo musulmán.

Ante la percepción generalizada de agresión, las sociedades tienden a responder-y no necesariamente de forma espontánea-mediante un proceso de homogeneización del “otro”, aglutinando en torno a un concepto general, el musulmán o el moro en este caso, una serie de particularidades negativas mediante las que se define no sólo lo que ese “otro” es, sino lo que “nosotros”, por oposición, somos. El resultado es una oposición maniquea y simplista pero útil para el poder, en la que el “otro” desindividualizado se convierte en encarnación del mal o lo malo y “nosotros” en el bien o lo bueno; raramente deja esta oposición espacio para posiciones intermedias, y en muchos casos estas posturas resultan engañosas. Hay que añadir que en estas situaciones, cualquier tipo de postura relativista (sin hablar de posiciones de defensa) suele atraer acusaciones de antipatriotismo e incluso de traición por parte el grupo que demoniza.

Cabe precisar que en el caso español, el estereotipo negativo del moro no se forja en el Barroco sino que arranca de la situación de conflicto que se vive en la Península durante toda la Edad Media. Ya la legislación en Las Siete Partidas, en lo concerniente al moro, incluye apartados específicos que responden (hay que asumir) a una necesidad o un interés por regular las relaciones entre musulmanes y cristianos, haciendo especial hincapié en lo que aquéllos no pueden hacer. En el apartado “De los moros” [2], se prohíbe la construcción de mezquitas y las demostraciones públicas de fe, se deduce que para limitar la expansión del Islam:

“Pero en las villas de los cristianos non deben haber los moros mezquita, nin facer sacrificios públicamente ante los homes: et las mezquitas que habien antiguamente deber seer del rey, et puédelas él dar á quien quisiere” (676).

La legislación no sólo limita la práctica, sino que la califica; así, la religión musulmana es “nescedat que creen et por que se cuidan salvar”, no es “buena ley” (676). Se protege a los musulmanes convertidos porque “desque han entendimiento conoscen la mejoria de la nuestra fe” (677), pero se insiste de manera puntillosa en los castigos en los que incurrirá el cristiano que se convierta al Islam porque “facen muy grant maldad et muy grant traycion” (678), que puede ir desde la pérdida de bienes a la difamación hasta después de cinco años después de la muerte (677-680). Penas incluso más serias se reservan para moros y cristianas que tengan relaciones sexuales, un tema que consideraré más adelante.

Si las leyes de Las Siete Partidas pueden considerarse como una reacción ante el peligro inminente que podrían representar en la Península el resto de los reinos musulmanes y la población musulmana no asimilada, tras la caída del reino de Granada la visión negativa del moro debería de haberse suavizado, al menos en teoría, e incluso, con el tiempo, haber desaparecido. Las rebeliones mudéjares o moriscas comienzan en el Albaicín en 1499, provocadas por la imposición de nuevos impuestos por el cardenal Cisneros, el incumplimiento de las capitulaciones y especialmente por las conversiones forzosas, y se propagan más tarde a la serranía, llegándose finalmente a dictaminar la expulsión de los que no se convirtieran. El problema se extiende al reinado de Carlos V y durante el reino de Felipe II con el levantamiento que duró tres años en las Alpujarras, hasta que finalmente Felipe III decretó su expulsión en 1609 [3]. Entre las causas, o excusas, de la expulsión estaría el miedo al apoyo a una hipotética invasión [4] de la Península desde el norte de África, aunque como dice Luis Cabrera de Córdoba en sus Relaciones, “aunque no haya de tener efecto no puede dejar de dar cuidado acá” [5]. Puede argumentarse que estas rebeliones, los enfrentamientos en el norte de África, la presencia turca en el Mediterráneo, la piratería, y el miedo a una invasión contribuyeran a mantener viva la imagen del moro como amenaza y que el estereotipo negativo que se había venido construyendo durante la Edad Media no hiciera sino enraizarse en el imaginario colectivo de los españoles. Para Ana Corbalán-Vélez, el estereotipo negativo del moro que se había venido construyendo desde la Edad Media, habría justificado su expulsión de la Península. Aunque quizás no justificase la expulsión no puede descartarse que al menos contribuyera a la indiferencia del resto del país hacia la suerte de los expulsados.

Si, como señala Corbalán-Vélez, en la literatura y desde la Edad Media, el moro sufrió un proceso de desacreditación y de estereotipación negativa (12), ¿cómo aparece el moro, o qué pasó a ser lo moro para los españoles del Barroco? La legislación medieval en la que se cuestiona la validez de las creencias, la ilegalidad de sus relaciones e incluso los distintivos que deben llevar en la ropa [6], desemboca en las comedias del Siglo de Oro en un enraizamiento de estas actitudes en el sentido de que la denigración no sólo es corriente, sino extensa y repetitiva. Creo que la afirmación de Edward Said cobra aquí especial relevancia:

“Podemos comprender mejor la persistencia y la durabilidad de un sistema hegemónico, como la propia cultura […] cuando reconozcamos que las coacciones internas que éstas imponen en los escritores y pensadores son productivas y no inhibidoras”. (37)

Entiendo por coacciones internas aquí no solamente las coacciones de orden puramente político, las que pueden identificarse en la legislación, sino también las sociales, que identifican lo moro con una serie de características mayoritariamente negativas, y por supuesto las literarias, las impuestas por los escritos anteriores, que también mantienen e imponen una postura similar.

En ocasiones las producciones literarias de la Edad Media también ofrecen una imagen positiva del moro, equiparándosele en ciertos aspectos al caballero cristiano, un fenómeno que también se da en las comedias de Lope de Vega, por lo que decir que todos los personajes moros de las comedias de Lope de Vega aparecen caracterizados de manera negativa no sería correcto. Hay casos de maurofilia, como en El remedio en la desdicha, en la que tanto Abindarráez como su amada Jarifa son presentados con características positivas, especialmente él, que aparece descrito como bizarro (III.1190), gallardo (III.1190), bravo (III.1190), fuerte y diestro (III.1192), de extremada hidalguía, valiente; y noble (III.1201) ella, como bella morisca y hermosa (III.1201). Los peripecias de los dos jóvenes moros nobles dan lugar a que Rodrigo de Narváez, señor cristiano y alcaide de Álora y Antequera, pueda ejercer su magnanimidad, que va a ser profusamente agradecida por los dos amantes: Narváez es descrito en términos de “el hombre más vencedor / que el mundo ha visto y tenido” (III.1177), famoso (III.1191,1201) ilustre, invicto, fuerte (III.1191), caballero generoso (III.1192), magnánimo, belífero (III.1193) y de extremada cortesía (III.1202). Sin embargo, en la misma comedia, Arráez, liberado por Narváez también por cuestiones amorosas, va a resumir, por oposición a Abindarráez, las calificaciones de moro celoso y cruel, un detalle que considero importante porque contribuye a la neutralización del moro “bueno”.

También se encuentran adjetivos positivos, como “bravo”, valiente”, o gallardo”, aplicados a los moros en comedias como Las almenas de Toro o La campana de Aragón. En la primera el señor de Andalucía es “moro valiente” (III.769) que del Cid “fue tantas veces vencido” (III.769). Don Fortunio, en La campana de Aragón, le dice al rey don Pedro: “habemos, señor, ganado tú a Huesca al valiente moro” (III.838). Don Pedro de Atares también llama a los moros valientes (III.849) durante el sitio de Zaragoza, pero al igual que en otras comedias, las cualidades positivas de los moros parecen sobresalir en tanto que sirven para resaltar la mayor valía del cristiano. El moro, especialmente el derrotado, el que huye o teme y principalmente el muerto, funciona como peldaño en el que cristiano se sube para realzar su fama y valor, a la imagen de Santiago Matamoros [7]. La imagen del rey don Pedro cobra proporciones épicas cuando se le abren las puertas de Huesca mientras “el moro huyendo se va” (III. 839), y la valentía de Nuño, según la describe Elvira es tal que “no hay moro en Aragón / que no os tenga por león” (III. 844). Un mecanismo idéntico se aplica en El bastardo Mudarra; doña Lambra le dice a Ruy:

“¿Tú aquél que en Burgos, mi primo
me enseño para casarme...
en un retrato famoso,
con mil pendones moriscos,
cabezas y alfanjes rotos,
con un rótulo prolijo de tu sangre y de tus hechos...?”
(III. 669)

Un mérito muy semejante al que usa Padilla en Amor, honor y desafío, quien, para resaltar las cualidades personales, le recuerda al rey Alfonso que “de tus guerras truje... los despojos de los moros, por aquestas manos muertos”. Es éste un motivo que puede extenderse a todo un reino, como cuando Mendo, en Los Tellos de Meneses dice que “de Asturias yace a la sombra / un León cuyas guedejas/ tiembla el moro” (I.420). Sancha, en Las famosas asturianas, describe a los moros como “homes y homes fuertes” (I.363), aunque su intención es simplemente provocar una batalla entre los cristianos que tienen que entregar a las doncellas y los moros que las esperan. Con frecuencia adjetivos como “bravo” o “valiente” aparecen asociados a términos como “bárbaro” o “africano”, lo que por un parte tiene el efecto de neutralizar la calificación positiva y por otra reafirma la extranjeridad o la otredad del moro enemigo.

La norma es que a este moro “extranjero” se le arrope con características negativas de función similar al procedimiento anterior: hacer resaltar, esta vez por contraste, las positivas propias. Uno de los muchos casos en los que esto ocurre es cuando Tello el Viejo en Valor, fortuna y lealtad pregunta de forma retórica: “¿Desciendo yo de traidores? ¿Ha quedado alguna raza de moros en estos montes?” (I.541). La obvia implicación de este comentario es que el moro es traidor, y por extensión toda la raza mora, distinta a la cristiana, a la que no se pertenece y a la que se contraponen la lealtad y la honradez propias. Lo que interesar resaltar aquí, es que raza no se define como la pertenencia a un determinado grupo étnico, sino a una afiliación religiosa. La traición, como la falsedad, van juntas, y no sorprende así el comentario de Elvira en La campana de Aragón: “Y si algún alma tenéis / los moros” le dice a la mora Arminda “tan falsa es toda / que oro falso dar podéis” (III. 850). Esta idea de lo falso, de lo equivocado y erróneo asociado al moro viene de atrás y está asociada a la práctica del Islam; en Las Siete Partidas se dice que “la su ley es como denuesto de Dios” y una vez reafirmada la creencia verdadera, la cristiana, se especifica que “queremos aquí decir de los moros y de la su nescedat” y que los moros “no tengan buena ley” (III.676). Así pues, y por un proceso de generalización, todo lo que se derive de (o se asocie a) la práctica de esa ley será lo malo. Partiendo de esta premisa, la reacción de los personajes de las comedias se hace comprensible. Elvira, en Los Tellos de Meneses espera que “ese moro dejara /su ley tan bárbara y fiera” (I.410) y se escapa desobedeciendo la voluntad del padre porque era mujer que

“a Dios temía
y que del moro temerosa estaba
que al verdadero Dios no conocía
y al profeta bárbaro adoraba”
(I.453)

según cuenta Tello el viejo en Valor, fortuna y lealtad. Por razones obvias, cada vez que hay una pequeña excusa, se insiste en la ley bárbara del moro: en Los prados de León el rey Bermudo confiesa que

“Un moro ayer me decía
que Ramiro y don García
serán reyes, más yo sé
que no es conforme a la fe
tenerla en astrología”.
(I. 371)

Nótese que “la fe” no necesita adjetivación, puesto que es única. Este es un asunto que sirve también para demonizar al moro, especialmente si se establece la conexión entre esta aparentemente inocente asociación moro-astrólogo (nigromante) y las enseñanzas derivadas de cuentos medievales, en este caso concreto el Exemplo XLV (De lo que contesçió a un omne que se fizo amigo et vasallo del Diablo) en el que se anuncia mal fin para todos los que crean en agoreros o adivinos.

En Las famosas asturianas don García, el padre de doña Sancha, prefiere mirar la parte positiva y le dice a la hija que:

“Si vos copiere en su suerte, fija amada,
que de su ley se doble
con caricias de amor, que si se agrada
de vusco, non hay cosa,
que non faga por vos, que sois fermosa
y si non le placiere
la ley de Cristo sepan por lo menos
los hijos que toviere.”
(I.359)

La hija, aunque ofrecida como parte del pago de las parias, pasa de esta manera a ser misionera potencial con aires de martirio, pero los consejos que siguen son los que resumen la diferencia entre “ellos” y “nosotros” y, sobre todo, cómo evitar la alienación de la descendencia propia:

“Los fijos que toviere
que por la vuesa parte son tan buenos.
La ley santa enseñaldos,
y cada que nacieren chapuzaldos”
(I.359).

Nótese que lo bueno de los hijos es lo transmitido por la madre cristiana (un tema que se repite en El bastardo Mudarra, pero a través del padre) pero la clave es el bautismo. Cardaillac señala que “el bautismo conserva un alto valor simbólico de iniciación a la comunidad cristiana y el matrimonio se opone al concubinato” (1). Aunque aquí el matrimonio no es posible, el concubinato se ve como un mal menor, un martirio menor, en tanto en cuanto los hijos puedan cruzar la línea divisoria que supone el bautismo, requisito indispensable para ser (pertenecer) o no ser (ser otro). Mudarra considera que ha perdido, y así se lo dice a su propia madre porque ella es “bárbara en ley”, pero su nacimiento noble aumenta porque su padre don Bustos es de ley cristiana; se deduce que el ser bastardo es un mal menor comparado con ser musulmán y, en cualquier caso, su redención social se produce al integrase entre cristianos. Al encontrarse con Gonzalo González y con Clara, les dice que:

“cristiano soy que sólo en Dios confío;
presto veréis que el árabe turbante
y el africano capellar desvío”
(III.690)

en un acto de reafirmación y renuncia al mismo tiempo condensado en el abandono de la ropa.

La fe no es simplemente un acto de afirmación personal, o una creencia. La fe obliga a actuar al cristiano en servicio de Dios. En el Exemplo XXXIII de El conde Lucanor, Patronio le dice al conde que “a Dios, […] non le podedes tanto servir como en aver guerra con los moros por ençalçar la sancta et verdadera fe católica” (184). En Fuenteovejuna, Flores dice que

“la cruz roja obliga
cuantos al pecho la tienen,
[…]mas contra moros, se entiende”
(I.833).

La guerra no necesita justificación porque es parte del bien, en tanto que sirve para mayor gloria de Dios y la propia persona puesto que añade al concurso de méritos necesario para ganar el cielo, como bien puede apreciarse en el diálogo entre la muerte y don Rodrigo en Las Coplas de Jorge Manrique. En las comedias de Lope se establece un nexo entre la guerra como servicio a Dios y a la patria al mismo tiempo; lógico por otra parte, puesto que la esencia fundamental de la patria reside aquí en la religión. A esto se añade un elemento que en principio pudiera parecer marginal pero que no lo es: la defensa de la mujer ultrajada o poseída o amenazada de posesión por el moro, un tema que enlaza directamente con el del honor o la honra.

En Valor, fortuna y lealtad, Arias le dice al rey Alfonso que espera de él

“la defensa de España, vuestra madre,
que oprime el moro con injusta ofensa”
(I.443)

y en La campana de Aragón la figura alegórica de Aragón cuando le dice a Ramiro:

“Mira que el pagano y el moro
tiene mi tierra oprimida.
Duélate mi luto y mi llanto”
(III.843).

Este dolor, esta España irredenta es lo que obliga al cristiano a hacer la guerra contra el infiel, pero la unión religión-fe/España las va a resumir Ramiro más adelante:

“Las causas todas que a la guerra exhortan
se reducen a una suficiente
que es ensalzar la fe, echando de España
al moro alarbe que la oprime y daña”
(III. 852).

Esta España feminizada que sufre y llora por estar ocupada por el infiel, tiene un correlato en las mujeres cristianas que están destinadas a los moros.

El tema de Las famosas asturianas es el pago de las parias, consistente en la entrega de las cien doncellas cristianas al moro Almanzor. Nuño se exclama: “Cien mujeres, ¿es bien para la cama de un moro vil?” (I.346). Laín cuando ve a doña Sancha destinada a barragana de los moros, se duele: “¿Doña Sancha [de oro crespo, rubio y rizo] de León….ha de gozar un Zulema, un Almanzor, un Celindo?” (I.361). Las mujeres, camino de los moros que esperan en formación de media luna y “codiciosos de cristianas” (I.363), se desnudan (enseñan brazos y piernas) en acto de desprecio hacia los cristianos que van a entregarlas. Nuño, encargado de la expedición no entiende por qué se comportan así, y Anzures le aclara que es “por la pena […] de cuidar que un moro ha de pisar su virginal decoro” (I.362) e incluso le echa más leña al fuego cuando le dice: “¿Pues qué dirás, si ya señor sopieses cómo tiene el morazo que mal haya escollida por hembra a doña Sancha?” (I.363). La infanta Elvira de Los Tellos de Meneses le dice a su padre que es “contra mi honor y decoro, […] quererme hacer de un moro […] mujer” (I.409); hasta tal punto llega el disgusto que se escapa y creen que ha muerto. Para este moro vil que mancha y pisotea patria y decoro ya se establecieron las penas en Las Siete Partidas, en las que se especifica que

“Si el moro yoguiere con cristiana virgen, mandamos quél apedreen por ello; et ella por la primera vegada que lo ficiere, perda la meytad de sus bienes […] Et por la segunda pierda todo cuanto hobiere, et si non los hobiere, herédelos el rey, et ella muera por ello: eso mismo manamos de la vibda que esto ficiere. Et si yoguiere con cristiana casada sea apredeado por ello, et ella sea metida en poder de su marido que la queme, ó la suelte, ó faga della lo que quisiere. Et si yoguiere con muger baldonada que se dé a todos, por la primera vez azotenlos de so uno por la villa, et por la segunda vegada que mueran por ello.” (681)

Esta defensa apasionada de la mujer cristiana y de su pureza tanto en la legislación como en la literatura, tiene su correlato negativo en el retrato que se nos ofrece de la mora. Si las cristianas son recatadas, y fieras en la defensa de su honor y religión, a las moras se las pinta como ligeras y generosas con sus favores sexuales para el cristiano, además de enamoradizas e insistentes. La futura madre de Mudarra, Arlaja, se rinde inmediatamente ante la gracia de don Bustos; le pregunta éste: “¿qué quieres hacer de mí?” Y ella responde: “regalarte, lastimada de tu prisión” (III.675). Alara, la mujer del moro Arráez en El remedio en la desdicha, a pesar de ser casada, no sólo se prenda inmediatamente de Narváez, sino que insiste en ser su amante: “Señor, ya he venido aquí / y os quiero si soy querida” incluso le dice a Narváez que si no es querida “pensaré que os he parecido fea” (III. 1184), cumpliéndose así el predicamento de Nuño de que “estas moras son lascivas/ [...] no será dificultoso gozarlas” (III.1176). Por supuesto, como toda mora enamorada de cristiano que aparece en las comedias, incluso está dispuesta a volverse cristiana inmediatamente. Además de generosas para con los cristianos, son cambiantes y bellacas: en La campana de Aragón, la mora Arminda se enamora inmediatamente de Elvira (que está vestida de hombre) y cuando ésta/éste no responde a los avances, y Arminda flirtea con don Nuño, Elvira exclama: “¿hay más mora más bellacona, más mudable, ni mas mala?” (III.854). En la comedia, la mora pasa a ser puro objeto sexual para el cristiano y puede difuminarse en cristiana, como si ser musulmán, al contrario que para las cristianas, no fuera parte de su identidad. Por oposición, las cristianas hacen del cristianismo, de la fe, una parte no sólo esencial, sino irrenunciable de su identidad, una identidad celosamente guardada cuyos atributos transmitirán a sus hijos mediante el bautismo.

Si el moro es la encarnación de la amenaza de lo que el cristiano considera los aspectos esenciales de su identidad, es comprensible que las comedias se regodeen en la presentación de matanzas de innumerables musulmanes. En un ejercicio de exaltación y purificación patrióticas, la función teatral presenta al espectador repetidos cuadros de moros derrotados y muertos, con especial énfasis en los desmembramientos y descabezamientos. En La campana de Aragón se resalta como trescientos cristianos

“causaron grandes desmayos
en los moros [...] quebraban piernas y brazos;
máquinas, caballos y hombres iban haciendo pedazos”
(III.838)

En San Isidro, Labrador de Madrid Iván apunta al campo lleno “de sangre y cuerpos teñida la arena” (III.352), y Pedro resalta como queda el prado “cubierto de despojos moros” (III.352); en Las almenas de Toro Vela dice que “esta casa, solar de mis abuelos, la jamba cubre de despojos moros, por donde alegre pasa/ Duero” (774); también abundan las cabezas rotas de los moros, como en Los Tellos de Meneses, donde Tello el Viejo dice que si

“las tortillas son blasones nuevos
en mi casa se hicieron…
de cabezas de moros, no de huevos”
(I.454).

El moro desmembrado y cosificado es parte, no sólo de los méritos personales, sino también de la lógica de la reconquista y redención. En algunos casos se produce una animalización construida en torno a la negación de alma. En Valor, fortuna y lealtad hay una conversación entre Tello el mozo y Garci Tello que ejemplifica perfectamente esta técnica:

Garci Tello: ¿estos son moros? Parecen hombres

Tello mozo: Sí, hombres son

Garci Tello: Merecen no serlo

Tello mozo: ¿Por qué razón?

Garci Tello: Porque no creen en Dios
ni en su siempre Virgen madre […]
¡Perros, hoy entre mis manos
pedazos os pienso hacer
hoy habéis de conocer
quiénes son fidalgos cristianos!

Tello Viejo: ¡Oh buen nieto! ¡Vive Dios,
que es fino como el coral!

Tello Mozo: Mendo, no los haga mal.

Tello Viejo: Déjale mate a esos dos;
que así se enseña el halcón
desde pequeño a matar.
(I.465-466)

Garci Tello vuelve sin poder alcanzar y matar los moros que han huido al monte, y el abuelo le dice:

“Habéis hecho
muestra del alma y del pecho.
Ea, a merendar os den,
que habéis venido cansado
de matar moros”
(I.466).

La negación de alma -el atributo esencial de humanidad- se justifica por la falta de fe, la creencia en Dios y la virgen y ello conlleva una negación del ser: son hombres, pero merecen no serlo. El paso siguiente es la animalización del moro (perros), que es un paso lógico en la deshumanización del moro, puesto que carece de las cualidades positivas atribuibles al ser humano. No sorprende, por lo tanto, que terminen convirtiéndose en piezas de caza que pueden ser despezadas; este proceso entraña una progresión hacia la cosificación del moro concebido como pedazos, lo que en una especie de lógica circular, permite su cacería. Matar moros por tanto no presenta problemas éticos mayores para el cristiano que el matar animales en el monte; es un deporte del que se vuelve cansado y se recompensa con una buena merienda. En El villano en su rincón, Juan Labrador, que está preparando una fiesta para el casamiento, le ordena a Bruno que busque dos toros para la fiesta que quiere hacer; dos toros fieros, especifica, y Bruno le contesta: “yo los traeré que despedacen moros” (I.1190). Aunque la cosificación es semejante, creo que el proceso de degradación se lleva a sus últimas consecuencias, puesto que en este caso ni siquiera se considera al moro como fiera, sino como monigote.

El último aspecto que voy a considerar sobre el tratamiento del moro en las comedias de Lope es relativo a la percepción del moro como mentiroso y chalanero. Al comienzo de El arenal de Sevilla aparecen dos turcos (moros) que en un español roto traman engañar a un forastero castellano y lo consiguen, vendiéndole trapos y papeles por calzas. El efecto cómico se basa fundamentalmente en el uso de un lenguaje artificiosamente defectuoso: uso de infinitivos, elisión de preposiciones, alteraciones sintácticas, pronunciaciones erróneas, etc. Aunque una de las características de la risa es la ambivalencia -y los graciosos de las comedias muestran este aspecto constantemente-, en este caso esa ambivalencia, al menos en mi lectura, está ausente. El lenguaje cómico sólo sirve para llamar la atención de los que lo usan, los dos moros; el lenguaje se convierte en la marca de identificación de los dos moros, y son los dos moros los que se convierten en objeto de risa. No es este el enemigo amenazante las otras comedias que he mencionado previamente sino un moro irrisorio, objeto de burla y deshumanizado en tanto que se le ha despojado de cualquier signo de dignidad personal. Confirman con su engaño otro de los prejuicios que conforman el estereotipo: que los moros son mentirosos, como dice irónicamente Cervantes en El Quijote [8], al contrario de lo que la afirmación del “turista” castellano defendiendo su ingenuidad sugiere: que lo han engañado por ser de Castilla donde, se deduce, el engaño no existe.

El estereotipo que construyen, o que trasmiten estas comedias de Lope de Vega muestran la esencia de un moro definido como cruel, pagano, perro, bárbaro, africano, miedoso, codicioso, nigromante, amenaza sexual (objeto sexual en el caso de la mujer), fanático seguidor de una ley equivocada, mentiroso y chalán, por ciertas algunas de sus características. Sobre éstas se construye la otredad. Dice Lillian von der Walde que “ante la otredad se opta por el desprecio […] además, reporta beneficios: se logra cohesionar a un público que, no obstante la diversidad en la situación monetaria, sale de la función reconfortado en virtud de su procedencia nacional y su indiscutible superioridad -ya en los usos, ya mental” (150). Lo que se propone al público de los corrales es, por una parte, una tipificación de lo que transgrede el orden, de lo distinto y, por otra, un mecanismo de identificación de aquellos valores considerados como positivos o constructivos en tanto que estos funcionan como las claves definitorias de la esencia de los españoles. En definitivas cuentas y como señala Yvette Cardaillac la otredad del moro consiste en lo antiespañol por antonomasia (1). Las comedias funcionan como un agente de socialización como cualquier otro medio de comunicación de masas y, independientemente de la intención de los que las escriben, devuelven a la sociedad, amplificado, aquello de lo que se nutren.

La afirmación de Cardaillac también deja entrever, a mi juicio, una de las claves esenciales de este asunto. Las alusiones negativas que se hacen de los moros no apuntan a ningún estereotipo físico o al color de la piel, ni siquiera a un modo de vida reprochable: lo que hace que un moro aparezca en una comedia opuesto a los “españoles” que viven en el mismo territorio es la religión; ser español es ser cristiano y no ser cristiano (ser moro, o judío) implica una privación de la españolidad. De hecho, las pocas marcas, por así llamarlas, físicas, que diferencian al moro del cristiano son ajenas a aquél y se basan en los alimentos, en el no consumo de vino y especialmente en el no consumo de cerdo. No es de extrañar que por este afán de distinción el tocino aparezca tratado como en el manjar hidalgo por excelencia y se convierta en marca de identificación positiva del cristiano y, como consecuencia, de pureza [9]. En un entorno en el que lo “otro” termina estando oculto bajo la piel se explican más fácilmente los miedos provocados por la Inquisición, principalmente el ser señalado como sospechoso de herejía, el ser o no cristiano viejo, etc., en especial si, como afirma Feliciano Páez-Camino, durante el último decenio del reinado de Felipe II “[fuera de España] menudeaban las referencias al judaísmo del monarca y del propio duque de Alba, a la par que los españoles en su conjunto, son tratados de semijudíos, semisarracenos, … y ateos en su conjunto”, lo que indica a las claras, que nadie estaba exento del peligro de la sospecha. En este sentido, no deja de ser llamativo el esfuerzo que hacen los personajes cristianos en la comedia barroca para reafirmar su cristianidad.

En el título de este trabajo incluí la palabra homogeneización porque creo que en las comedias de Lope de Vega se sintetizan y aglutinan una serie de consideraciones sobre el moro que ya habían venido estableciéndose desde la Edad Media y porque creo que puede verse en ellas la síntesis de un estereotipo que está ya incrustado en la sociedad española en esta época y que va a transmitirse con pocas variaciones hasta nuestros días. Incluir todas las comedias en las que aparece este estereotipo está fuera del alcance de este estudio y algunas como Los cautivos de Argel no hacen sino repetir lo que he tratado de mostrar en estas páginas.

Para terminar cabría preguntarse si queda algo de este estereotipo en la sociedad española actual. A pesar de una presencia tan continuada de los musulmanes en la Península desde el siglo VIII y de la posterior presencia de los españoles en el norte de África, lo moro en sí no ha sido objeto de asimilación, por decirlo de alguna manera, al “espíritu nacional”. Dice Luce López Barralt, que ha resultado incómodo estudiar “una cultura injertada en la propia historia nacional” como una cultura extranjera y que, apunta, para algunos es “abrumadora y ominosa” (1). En este sentido no es de extrañar la escasa atención que se le ha prestado a lo moro en los estudios hispánicos de literatura o que se haya tratado como un componente folklórico e incluso desde una postura orientalista, en el sentido que Said le da a este término [10].

Yolanda Aixelà ha analizado en Cataluña algunos de los aspectos que contribuyen a la homogeneización del colectivo musulmán desde la perspectiva de recuperación de un estereotipo cultural subyacente en nuestro imaginario colectivo y de cómo ese estereotipo condiciona la visión actual del musulmán transplantado a la sociedad española, especialmente cuando se le identifica en un espacio urbano que consideramos como propio. Entre los aspectos que destaca Aixelà se incluyen el temor a que el Islam se extienda en las sociedades de acogida, la calificación de mezquitas como centros de consolidación de una identidad supranacional, la consideración del musulmán como fanático o la celebración de fiestas -cita el caso concreto de la celebración de la última noche del ramadán en la Plaça del Escorxador de Barcelona- como una apropiación de un espacio urbano que no les corresponde.

Si se consideran estos temores enmarcados exclusivamente en una perspectiva temporal reciente, no cabría más explicación que atribuirlos a un fenómeno relativamente nuevo, el de la inmigración magrebí hacia la Península; sin embargo, en un contexto histórico-cultural más amplio, es posible comprobar que lo que parece novedoso no lo es tanto, es más, si se me permite la licencia, se diría una reedición de flor nueva de romances viejos. Basta echar una ojeada a comics populares como El guerrrero del antifaz, de tanto arraigo en la posguerra española y hasta los años setenta, en los que pueden encontrarse, prácticamente calcadas, expresiones, calificaciones y situaciones semejantes a las de la comedia lopesca. En un contexto más amplio que la mera literatura popular infantil o adolescente, quizás, para los que recuerden la escuela franquista, le resulte familiar lo que se dice en El florido pensil: "Lo único que había entendido era que había que llamarles moros cuando hacían el bestia, y árabes cuando se portaban como si fuesen personas. Cuando no veían dos en un burro y no distinguían la unidad, moros; cuando fundaban escuelas y bibliotecas, y sobresalían en filosofía, matemáticas y medicina, árabes." (171).


Notas

[1] Escribo desde Estados Unidos donde en los últimos años la retórica antimusulmana se ha recrudecido considerablemente en el discurso público (televisión, radio y publicaciones diversas) a pesar de algunos intentos de figuras públicas por hacer una distinción entre religión y fundamentalismos violentos. A esto me refiero con surgimiento: la relación de los Estados Unidos con el mundo árabe encaja más dentro de los planteamientos del orientalismo de Said y el estereotipo negativo como enemigo está conformándose ahora, entendiendo ahora por los últimos veinte años; palabras como “towelhead” o “raghead” eran rarísimas en el discurso público hace unos años, pero no hoy; de la misma forma el “enemigo”, antes comunistas o narcotraficantes sudamericanos, ha dejado paso al fundamentalista/terrorista en películas y videojuegos. Según el Washington Post una cuarta parte de los norteamericanos tiene un estereotipo negativo de los musulmanes y un tercio asocia el término musulmán con una imagen negativa. En países como España, donde el moro fue considerado como enemigo desde siglos, este estereotipo negativo resurge con una serie de cualidades ya establecidas.

[2] Las leyes mencionadas en el texto hacen referencia a la Partida VII, Título XXV, De los moros (Tomo III. 673-81).

[3] Bartolomé Bennassar dice que el plan que presentó Lorenzo Galíndez de Carvajal en 1526 (por encargo de Carlos V) “manifestaba claramente la intención de borrar la identidad cultural (y no únicamente religiosa) de los moriscos, prohibiendo la algarabía, los matrimonos consanguíneos, los vestidos tradicionales, los baños, la circuncisión y numerosas costumbres alimentarias” (183).

[4] Puede consultarse en Fernández Alvarez el apartado “La cuestión morisca” (227-242) para una idea sucinta del problema morisco y de la percepción de éstos como una posible quinta columna en caso de que Al Mansour decidiese atacar la Península.

[5] No vuelve Cabrera a mencionar a los moriscos hasta el 11 de abril de 1609: «Se ha dicho que ciertos moriscos habían pasado a África con embajadas de los demás al rey Muley Cidán ofreciéndole 60.000 hombres armados en España y mucho dinero, y que se hallaban allí otros embajadores de parte de las Islas que le ofrecían los navíos que quisiese, aunque fuese para hacer un puente y atravesar el Estrecho de Gibraltar; lo cual, aunque no haya de tener efecto no puede dejar de dar cuidado acá». Pero el 9 de mayo anotaba que Muley Cidan «se ha reído de la embajada de los moriscos». (Domínguez Ortiz)

[6] En El caballero de Olmedo se presentan las provisiones del rey en cuanto a la ropa: “que en cualquiera reino mío /donde mezclado están, / a manera de gabán, traiga un tabardo el judío / con una señal en él, / y un verde capuz el moro. / Tenga el cristiano el decoro / que es justo: apártese dél” (I. 698-706). Todas las obras consultadas pertencen a la edición de Obras escogidas, Aguilar (Madrid, 1962). Los versos no están numerados en esta edición, por lo que el número que se indica en los paréntesis corresponde al volumen y número de página.

[7] En las acotaciones, aparece en la primera escena del Acto I: “[…] descúbrese a Santiago a caballo, armado, en lo alto, y moros heridos a los pies”( 837). Esta es una imagen que no resulta ajena a los españoles, no sólo por ser patrón de España, sino porque en verse numerosas iglesias españolas.

[8] Hablando sobre la historia de don Quijote, dice Cervantes que “Si a ésta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado en ella que demasiado” (Don Quijote I. IX, 153).

[9] Por lo general en las comedias del Siglo de Oro suelen encontrarse referencias a la comida en boca de los graciosos y los criados, y el tocino ocupa un lugar preferente como manjar que denota hidalguía. Posiblemente el autor que más uso hace de estas referencias gastronómicas es Quevedo, especialmente en sus escritos satíricos o burlescos; uno de sus versos más conocidos en este sentido es “yo te untaré mis obras con tocino” que le dirige a Góngora, pero abundan las referencias: “por comer más rancio que no Adán, / dejo la fruta y muerdo el jamón” (Blecua 28), o “porque anda el mundo al revés / de puro limpio que es / comer el puerco no quiere” (Blecua 143). En Las famosas asturianas de Lope se usa el recurso de la alimentación para trazar la división entre moros y cristianos; durante la visita que Audalla hace al rey Alfonso el Casto para reclamar las parias, aquél dice hablando de los hombres de Almanzor: “Hombres que al arzón colgado / llevan el pobre sustento, / bizcochos, dátiles, higos / y bolsas de agua…/… la bebida /con que más fuertes y recios / que vosotros con el vino” (I. 345).

[10] Ver por ejemplo el artículo de María Rosa Lida de Malkiel, El moro en las letras castellanas, tanto el artículo en sí como el libro que critica.


Obras citadas

Aixelà-Cabré, Yolanda. “¿Qué nos ofende de los “moros”? Discurso sobre los musulmanes y sus prácticas sociales.” Scripta Nova. Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales. Universidad de Barcelona. Nº 94 (59) 2001.

Bennassar, Bartolomé. La España de los Austrias (1516-1700). Barcelona: Editorial Crítica, 2001.

Cardaillac-Hermosilla, Yvette. “Construcción de una identidad etnica por oposición al moro, al judío, al indio en el teatro del Siglo de Oro”. Sincronía. Invierno 2000.

Corbalán Vélez, Ana. “Aproximación a la imagen del musulmán en la España medieval”. Lemir 7 (2003).

Fernández Alvarez, Manuel. La sociedad española del Renacimiento. Salamanca: Anaya, 1970.

López Barralt, Luce. “Los moriscos y el Siglo de Oro”. Al-Ándalus 193. Noviembre, 2002.

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© David Gómez Torres 2005
Publicado en: Espéculo. Revista de estudios literarios, nº 29 (marzo/junio 2005)
Universidad Complutense de Madrid